LA MIRILLA
JOSÉ MARÍN GARCÍA | PEP MARÍN

La moneda daba vueltas en el aire hasta que aterrizó en la mano de Mario. Día luminoso. Cara. Eliges tú. Marcos, eligió ella, tercera vez que vais a pagar el refrigerio, se siente. No tan rápida, dijo Mario, he estado puliendo mi revés cortado. La tierra sigue girando. Un hombre se tira al agua de un río en pleno invierno. Aplausos. De la pista de tenis a la habitación de un hotel discreto. Le quita las bragas con los dientes y el roce de la barbilla la hace gemir. Bola de partido. Ganan. De la Meseta Carrión apaga con los dedos una vela, le gusta sentir ese dolor pasajero en las yemas. Sale de casa. Tiene aspecto de burgués templado y está delgado. Ahora está frente al detective privado Marcos Acosta. Éste es el hombre, dice, no está claro. Las ancianas vecinas y hermanas octogenarias habían escuchado risas en el rellano del segundo más allá de la media noche. La chica se ha relajado, ya van cinco, dijo la mayor, buenas merluzas llevan, trae el móvil. Ni su sobrino nieto de cuatro años mejora los conocimientos de éstas ancianas en el manejo de la tecnología de bolsillo. Silencio. Encuadre. No flash. A través de la mirilla consiguen una foto. Ella con el culo en pompa intentado meter la llave. A él se le ve algo más que el perfil. Parece más interesante que guapo. Las vecinas han visto crecer al Sr De la Meseta Carrión. Mira, esto pasa cuando te vas de viaje, le dicen señalando el móvil. Si estás metido en pijama para tres por nosotras bien, si no, observa. Te queremos.
Marcos Acosta mira la foto. Saca una lupa para disimular. Con suma indolencia salva la situación de saberse pillado de una forma u otra. Llama a Carolina. Rubia, alta, ojos azules y gafas de montura verde, cejas negras. Se lleva la foto para ver si consigue una mayor resolución. ¿Quién le ha dado esa foto? Mis vecinas, dice el cliente. Luego piensa que no debió darle ese detalle, pero lo hubiera sabido igual. Se tranquiliza. Apretón de manos. Quince días después ocurre una llamada al teléfono del cliente. Iñaki Zúñiga ha muerto en extrañas circunstancias a las afueras de su ciudad natal, Buenos Aires. Enterrado en vertical de cintura para abajo, un maletín negro a su derecha, un maletín blanco a su izquierda. Marcas de ruedas. Cirios en círculo apuntando al fallecido. El dossier acabado por el detective apuntaba a Iñaki Zúñiga. Monitor de tenis. El llamado playboy del club. Éste había regresado a Argentina por motivos familiares.
María Luisa de ochenta y tres años lee en voz alta su escrito a sus compañeros y compañeras del aula de escritura creativa. Se ríe para disimular su nerviosismo y agrandar sus pulmones. Y prosigue bajo la mirada atenta de la audiencia mientras su compañera de pupitre va borrando una a una todas las fotos de su móvil.