El Doctor Suárez miró la pared por tercera vez, buscando el enorme reloj que colgaba de ella. Aquella noche los minutos pasaban más despacio de lo habitual y le costaba mantener los ojos abiertos.
Su atrofiado olfato ya no distinguía lo que muchos llaman el distintivo olor de la muerte. Ese peculiar hedor causado por la liberación de putrescina y las volátiles diaminas cadaverinas, que otros detectaban a varios metros de distancia.
Pero el cadáver que tenía sobre la mesa, aunque el apenas lo notase, desprendía un leve olor dulzón, delatando su reciente fallecimiento.
Llevaba allí, en esa avejentada morgue, más de tres décadas, que pesaban en sus cansadas y expertas manos hoy más que nunca.
Una nueva ojeada a la hora antes de destapar el cuerpo, el último de la noche. La gran sorpresa.
Su cansancio le impidió percatarse de inmediato, pero allí estaba. Caminó hacia atrás sin apartar la vista, hasta topar con la pared helada, sumido en una desesperación difícil de explicar. Se retiró las gafas y frotó sus ojos, esperando inútilmente cambiar la realidad. Ese cuerpo, que acababa de abrir en canal, era el suyo.