‘-Cuando la noche nos quiere envolver, no hay fanal que nos ilumine-. Lupe Suárez pronunciaba esto en bucle, una y otra vez, escondiendo las lágrimas, con las palmas de las manos ocultándole la cara, sin responder a las preguntas del comisario Lupiáñez. Su niño estaba muerto. En su cama. Por la noche. Ese niño que no era suyo, que había recogido con apenas tres mesecitos, por el que aceptó casarse con su padre, un hombre desagradable al que no amaba, el viudo de su mejor amiga. Y su Cecilito, ahora, estaba muerto. Y ese otro hombre molesto no paraba de hacerle preguntas sin respuesta. El comisario Lupiáñez insistía en el interrogatorio, intentando aclarar las pistas que el sargento Expósito había ido recopilando sistemáticamente. Todas eran válidas. Casi todas, poco aclaradoras de lo sucedido. Siempre se comenzaba así, después, progresivamente, la escena se iría aclarando. Era un caso fácil, aunque todavía sin pistas definitivas. Había indicios casi certeros, pero el comisario tenía una larga trayectoria de asesinatos aparentemente simples que se habían complicado después. Por eso nunca daba nada por zanjado hasta que el caso estuviera totalmente cerrado.
Los principales sospechosos estaban identificados. Azucena, la novia de Cecilio, había compartido las últimas horas de vida de la víctima. Fue la última persona en estar con él. Salió de la casa a las nueve de la noche y, Eulogio López, su vecino del piso contiguo, la vio llegar hacia las nueve y cuarto, tiempo que tardaba en desplazarse desde el piso de su novio hasta su domicilio.
Lupiáñez sospechaba de esa declaración. La misma Azucena le había confesado que no se fiaba mucho de ese vecino. Se le había aproximado demasiado en varias ocasiones enojándola considerablemente. Interrogado, ese chico no inspiraba la menor confianza ni al comisario ni al sargento Expósito, que le había cogido en varios renuncios difíciles de justificar.
Además, Cecilio Aguirre se había propasado con Matilde, la criada, en varias ocasiones. Y ella estaba muy incómoda y molesta por todo lo que había tenido que soportar sirviendo en aquella casa, con ese joven mimado y mal encarado.
Sorprendentemente, todos tenían coartada. Azucena, por su vecino. Eulogio, por su madre, que, enojada, maldecía la hora en que su hijo se fijó en esa vecina. Matilde, por su salida de la casa a las siete de la tarde, hora en la que Cecilio estaba todavía vivo.
– Volveremos a interrogarlos una y otra vez, Expósito, hasta que alguno cometa un desliz o acabe confesando que fue quien asesinó al muchacho-, avisó el comisario a su subalterno. Después de varias semanas de investigación, todo se había ido enredando hasta dejarlos, una y otra vez en senderos ya transitados. Esta vez se lo dijo, sin precaución, en la sala de la casa de la víctima, en presencia de su atribulada madrastra, que no parecía ser capaz de levantar cabeza.
Lo que no observaron fue la mueca de una sonrisa irrefrenable en el rostro de la pobre mujer.