La muerte de Hemingway
Carla García-Tizón Sánchez | Rita Bennet

Pocas veces la sala de estar de Ernest había estado tan concurrida como ese domingo dos de julio. Dos agentes de policía, su editor, un sanitario del SAMU y el propio Ernest, con una bata de raso granate por encima del pijama a rayas y un rifle Boss calibre doce de doble cañón apuntando a su boca.

Decidle a Max que venga. Era todo lo que había dicho cuando vio aparecer a los policías por la puerta. Estaba sentado en una butaca con el cañón en la mano y la culata apoyada en el suelo. Frente a él había una mesa con una carpeta, una botella de Chivas vacía y un vaso en el que todavía quedaba el último trago. Sobre el escritorio, situado al fondo de la estancia, se amontonaban folios llenos de tachones y manchas de grasa. Había bolas de papel esparcidas por el suelo y las persianas estaban bajadas. De alguna parte de la sala llegaba un ligero olor a vómito rancio, como si se hubiese dejado secar y se hubiese cubierto para disimular el hedor.

—Tendrá que darnos algún dato más, señor.
—Maxwell Perkins, mi editor. De Scribner’s —y señaló un post-ti sobre la mesa en el que había un número de teléfono.

Eran las siete de la mañana cuando llegó el editor jefe. “Ya está otra vez ese lunático” había dicho antes de colgar. En realidad, se llamaba Joaquín Rojas, era de Murcia y llevaba años rechazando los libros de un tipo que decía ser Ernest Hemingway. Cada mes se presentaba en su despacho con una historia diferente, asegurando que no había escrito nada igual desde El viejo y el mar.

—Oiga señor… —dijo uno de los agentes de policía.
—Hemingway —se apresuró a añadir Joaquín.
—¿Por qué no baja el arma, amigo? —esperó unos segundos—. Solo queremos charlar con usted y después nos vamos, se lo prometo.

El otro agente se giró hacia el editor y le hizo un gesto con la mano para que interviniese. Joaquín dio un paso al frente y se agachó hasta quedar a la altura del escritor, que había empezado a mover la pierna de arriba abajo como en un tic nervioso.

—¿Sabes qué día es hoy, Max?
—Ernest dame el arma, ¿quieres? —el editor dio un paso hacia él y se inclinó bajando la cabeza hasta quedar a su altura.
—Es dos de julio.
—Baja el arma y hablamos.
—¿Por qué siempre me has rechazado? ¿Has leído siquiera algo de lo que te he mandado? Dime. —dijo subiendo la voz.
—Claro que sí. He leído todas tus obras y son buenas. De verdad que lo son, pero a veces eso no es suficiente. Tienes que seguir intentándolo y te prometo que lo conseguirás. Lo haremos juntos.
—Tenía la historia perfecta, Max y tú la rechazaste.
—La leeré de nuevo. La publicaremos ¬—carraspeó—, con tu nombre y todo, pero por favor Ernest dame el arma.
—Ahora ya es tarde. Es dos de julio.