LA MUJER ESTRANGULADA CON EL CABLE DE UN CARGADOR MÓVIL
José Luis Atalaya Serna | Bélver

El cuerpo de la víctima yacía decúbito supino en la cocina. Llevaba muerta unas veinticuatro horas. No pude evitar mirar sus ojos. A pesar de años como inspector de policía, no me acostumbraba a ver la mirada vacía de un cadáver. Me sentí turbado y escapé fuera de la casa. De seguir así, tendría que acudir a un psicólogo. Di una vuelta por el jardín de la vivienda para calmar mi ansiedad. La pluralidad de colores de las flores era más agradables de ver que aquellos ojos. Todo el recinto gozaba de un cuidado exquisito; sin embargo, junto a la fachada sur, bajo una gran ventana abierta, había un florido macizo de rosales con flores cortadas y en el suelo. Al lado, la tijera de podar. Inspiré fuertemente y me decidí a volver a la escena del crimen. El cadáver tenía alrededor del cuello un cable, uno de esos cargadores de teléfono móvil. Junto a la víctima había un vaso, la puerta del armario estaba abierta. La mujer había sido atacada por la espalda tras coger un vaso. Obvio: iba a beber agua.
El principal sospechoso era el marido, la última persona que la había visto con vida. El hombre, de unos cincuenta años de edad, estaba sentado en un sillón del salón. Lidia, una compañera del cuerpo, me había puesto en antecedentes. Se acababa de divorciar, y el día anterior había discutido a gritos con su mujer; según decían los vecinos del chalet de enfrente. Le pregunté por qué.
—Por el collar de perlas —dijo—. Ayer vine a coger algunas cosas mías. Nada más entrar, ella abrió la ventana del salón de par en par, para fastidiarme, porque sabía que soy alérgico al polen. El collar es muy valioso. Ella decía que se lo había regalado mi madre, pero es una joya de la familia y pasa de una generación a otra; no estaba dispuesto a dejárselo. Agarré las perlas para llevármelas, pero ella me atizó con un paraguas. Estuve a punto de matarla, de verdad, pero me contuve y me marché para no hacerlo.
—Y qué más —le invité a proseguir.
—Vine esta mañana. Aún tenía la llave de la puerta, así que abrí.
—Pensaba llevarse el collar. ¿Cierto?
—Sí —dijo con rotundidad—. Pero el collar no estaba donde siempre, en la vitrina de salón. Al pasar por la puerta de la cocina, vi su cuerpo. Estaba muerta.
Sin duda, el marido era el asesino, pero había algo que no encajaba: ¿por qué volver? Un aire cálido entró por la ventana, aún abierta, el hombre estornudó. De repente, me vino a la mente una duda: y si…
—¿Quién cuida de su jardín?
—El jardinero que tenemos contratado —respondió.
—Localicen al jardinero, ordené. E interróguenlo.
Al día siguiente lo detuvimos cuando trataba de vender el collar de perlas. Lidia me preguntó cómo la había averiguado. Le contesté: «Obvio, las rosas no se podan en primavera».