La moto de Jorge Besós centelleaba como un rayo rojo en mitad de la noche. Y es que, tras meses infiltrado como camarero en la discoteca Orquídea Fantasma, hacía apenas una hora que había dado por concluida su investigación sobre una red de trata de blancas. Su cabeza bullía. Estaba impaciente por ensamblar las piezas de lo que, vaticinaba, sería la noticia del año. Vendería la exclusiva a un buen periódico y dejaría la revistucha para la que trabajaba, esa cuyo director se había negado en redondo a sufragar aquel suculento reportaje.
La alegría se derrumbó, literalmente, en una rotonda en la que a su Bultaco le fallaron los frenos.
Derrapó entre chirridos, se salió de la calzada y rodó por la gravilla.
El estrépito despertó a algunos vecinos quienes, en lugar de socorrerlo, lo maldijeron por causar semejante alboroto de madrugada.
Jorge se incorporó nervioso, se quitó la mochila y sacó la videocámara. ¡Se había hecho trizas! Preocupado, extrajo la cinta VHS-c. Estaba intacta. Se alivió. Y hasta se le pasó lo de la videocámara. Con lo que ganara se compraría otra mejor.
Entonces dedujo que aquello no había sido casualidad. Su moto acababa de pasar una revisión hacía dos semanas. De algún modo lo habían descubierto y le habían manipulado los frenos. Le dio la risa. ¡Qué estúpidos! Incluso si la cinta se hubiera roto, solo era una de tantas pruebas. Tenía muchas más en su piso y… ¡Mierda!
Desesperado, levantó su Bultaco, volvió a subirse en ella y salió corriendo.
Llegó a casa y, para su tranquilidad, todo estaba en orden. Pero eso no significaba que estuviera seguro, por lo que agarró cintas, fotos, libretas y demás, y empezó a meterlas en su mochila.
El joven se quedó paralizado cuando sonó el timbre.
—Abra, señor Besós, somos la guardia civil.
El aludido dudó. Volvieron a picar con insistencia.
—No nos haga entrar de malas maneras, sabemos que está ahí.
Jorge guardó la mochila, se quitó las botas y la chupa de cuero y, al fin, atendió a la benemérita.
—Disculpen la espera… Estaba durmiendo.
—Buenas noches. Alguien nos ha informado de que usted trafica con drogas.
—¿¡Cómo!?
—¿Nos deja pasar para comprobarlo?
—Sí, claro.
Los agentes no tardaron ni dos minutos en encontrar varios fardos de cocaína escondidos en el sofá, así que detuvieron al periodista entre gritos en los que aseguraba que alguien quería incriminarlo.
A la mañana siguiente, después de interrogarlo durante horas, le permitieron hacer una única llamada que usó para hablar con el director de la revista. Tenía la esperanza de que, gracias a sus contactos, le ayudara a zafarse de la trampa que le habían tendido.
Lo que le dijo su jefe fueron las últimas palabras que escuchó antes de ingresar en prisión: «Si en lugar de dedicarte a investigar por tu cuenta, de espaldas de quien te daba de comer, me hubieras hecho caso, ahora no tendrías ningún problema».