LA NOTICIA
Ana Berenguel Rodríguez | Ana

De camino al trabajo, la radio del coche anunciaba algo que congeló a Ana.

Esa mañana la oficina era un hervidero de comentarios. Todos los noticieros había puesto el foco sobre su pequeño pueblo.

Miguel era considerado un hombre de bien. En un lugar donde sus habitantes se tienen que desplazar 20 km, para encontrar un cajero, la vida transcurre de otra manera. Un Gentleman como él era admirado y querido por ayudar a los vecinos que acudían para consultarle cualquier duda económica.

Ana siempre había recelado. De excesiva palabrería, su sonrisa perfecta e inmaculado proceder con todos no acababa de convencer a la muchacha. Si bien nunca había mediado una discusión entre ambos, se había preocupado de marcar distancias, observando al milímetro cada una de sus acciones.

Por eso, aquella mañana, cuando la policía entró en su despacho, la chica los esperaba convencida de ser capaz de ayudarlos a solucionar aquel dilema.

Cuando Adrián y Paula entraron en la oficina, sobre una mesa, 5 pendrives llamaron su atención. Ana estrechó sus manos, entregando el material a los policías.

– Si os dais prisa, creo que estamos en tiempo. Solo os pido, poder ir con vosotros.

Paula y Adrián asintieron, saliendo por la puerta de atrás.

El coche, con Paula al volante, corría colina arriba. Adrián había pedido prudencia a sus superiores porque el tiempo apremiaba y nadie quería que aquel embaucador de ancianos escapara.

Aparcaron entre los árboles y se encaminaron a la iglesia, detrás de la cual se encontraba el cementerio, desde donde el pequeño pueblo parecía una acuarela sobre un brillante lienzo. Con la autorización del juez conminaron a Luis, el enterrador, para que procediera a abrir la tumba en forma de pequeño hórreo, quedando al descubierto el ataúd que lo ocupaba.

– ¿Estás segura?- preguntó Paula.

– Del todo- afirmó Ana.

La detective dio vuelta a la llave y al abrirse los billetes cayeron al suelo en cascada.

– ¡Lo tenemos!- gritó Adrián.

Aquel viernes, la noticia en la zona era que el asesor técnico de banco había sido detenido por robar los ahorros de los lugareños.

En la declaración, cuando Ana fue preguntada cómo había desconfiado de alguien a quien todo el mundo quería, con voz pausada les contó:

– Cuando los domingos iba a visitar la tumba de mi abuela, me lo encontraba. Al no tener aquí familiares me extrañó. Sin saber explicar la causa, una punzada de desconfianza se activó en mí, y cuando un día me habló sobre sus ganas de oler el mar, supe, al ver la factura de la propiedad de un nicho en el pueblo, que tramaba algo. Desde ese momento hice copias de todas sus operaciones, y de tanta cuanta inversión hacía con el dinero de los vecinos, creé alarmas para que me informaran de sus movimientos. Pero sobre todo, lo que me hizo tener la certeza de que era un impostor, fue ver brillar sus verdes ojos contando dinero ajeno.