Al fin había terminado la novela. Con el ceño fruncido por la concentración, pasó la mirada rápidamente por encima de las últimas líneas que había escrito, en una postrera revisión de la escena final antes de mandársela a su editor.
El protagonista abre la caja fuerte y, al descubrir la ausencia de las joyas de su esposa, sospecha de inmediato quién es el ladrón y, sin saber que éste se halla oculto tras las cortinas de la ventana, recibe sus dos disparos en la espalda al disponerse a telefonear a la policía. Su corpachón cayendo sobre la alfombra con un ruido sordo pone el punto final.
Perfecto. Cerró el portátil con un suspiro satisfecho y se levantó de la silla.
Entonces su visión periférica detectó algo anómalo: giró la cabeza para constatar que su propia caja fuerte, empotrada en una de las paredes del despacho, tenía la puerta entreabierta. Al mirar dentro echó en falta los documentos que allí guardaba, sustituidos por un montón de joyas que no había visto en su vida refulgiendo sobre un fondo de terciopelo negro. Un susurro de telas le hizo darse la vuelta para contemplar, boquiabierto y ojiplático, a una absoluta desconocida, despampanante en su ajustado traje de noche, que salía de su dormitorio de soltero empedernido abrochándose unos pendientes mientras le reconvenía con resignada dulzura:
– ¿Aún no te has vestido, cariño? Llegaremos tarde, como siempre.
La escena era absurda y, sin embargo, le resultaba tremendamente familiar, como el negativo de un déjà vu. Su instinto le empujó a girarse hacia la ventana, pero fue demasiado lento: los dos disparos le alcanzaron en la espalda y no pudo oír el ruido sordo de su corpachón cayendo sobre la alfombra.