LA PERSPICACIA DE LA SEÑORA PERKINS
Rafael Uzquiano Rodriguez | RUR

La puerta de mi despacho sonó con un golpeteo firme pero delicado.
– Adelante – hablé en voz alta; la silla crujió al recostarme.
Recortada entre las sombras apareció, nuevamente, la silueta de la desdichada señora Perkins.
– Pensé que se había marchado del país, señor Loringuer – dijo con su voz aterciopelada; de esas que parecen no terminar nunca las palabras; de esas que te embaucan, que te meten en problemas -. ¿Ya no atiende a las llamadas?
Sonreí tratando de parecer impasible a ese contoneo de cintura que se adivinaba a cada paso incluso debajo del costoso abrigo de visón. Sin pedir permiso, se sentó frente a mí, cruzando sus piernas, examinándome con esa mirada pícara y dulce de juventud.
– La resolución de su caso merece un encuentro tête-à-tête, ¿no le parece? – me acerqué a la mesa y apoyé los codos con aplomo -. Estuve en su casa hace apenas dos días.
Ni siquiera parpadeó.
– En efecto – ladeó la cabeza dejando ver su cuello terso y pálido -. Pero siendo detective debió suponer que estaría ocupándome de la herencia de mi difunto esposo en ese momento – contestó sin ápice de preocupación, sin pena.
Volví a recostarme ligeramente.
– Quizás ya no sea tan perspicaz como algunos dicen – respondí.
Trató en vano de ocultar una pequeña sonrisa en esos labios rojos y apetecibles. Y mostró una dentadura perfecta antes de hablar.
– Quizás me equivoqué al contratarle – habló desafiante.
Descruzó las piernas despacio, haciendo crujir las medias, y se acercó con descaro.
– ¿Ha descubierto por fin al asesino de mi marido?
Esta vez fui yo el que apenas pudo ocultar una orgullosa sonrisa de satisfacción.
– Así es, señora Perkins… Fue usted.
La noticia no pareció sorprenderla lo mas mínimo. Se apartó de mí hasta apoyarse nuevamente en el respaldo.
– Puede que sí sea tan perspicaz después de todo, detective – dijo sacando con rapidez un pequeño revolver del 22 -. O no.
– ¿Va a hacer como hizo con su marido? ¿Intentará ocultar este asesinato únicamente con sus fingidas lágrimas?
Dudó un instante.
– Temo que sí – sentenció.
Y encañonándome, apretó el gatillo.
Pero nada sucedió. El revólver estaba descargado.
– ¿Cómo…? – sus hermosos ojos se sorprendieron visiblemente.
– ¿Por qué cree que fui hace dos noches a visitarla?
Suspiró de forma sensual y dejó el revólver sobre la mesa sonriendo.
– Parece que me ha «pillado» – murmuró.
Asentí complacido.
– Soy toda suya detective – susurró en un tono que me cortó la respiración.
Se puso en pie dejando atrás el abrigo, mostrando un ceñido vestido rojo pasión, con un escote de los captan miradas aún desde lejos, y, mordiéndose el labio inferior, cruzó frente a mi sus delicadas manos.
– Toda suya, detective.
Me levanté con idea de esposarla, pero no pude. Esa mirada coqueta, casi sumisa, era un arma ante la que incluso un hombre de mi experiencia, estaba indefenso. Dudé.
Mis mas ocultas fantasías tomaban forma en aquel momento. Resoplando, la miré abrumado.
– Yo también soy muy perspicaz, detective – susurró de forma sensual desabrochándose la cremallera.