Estaba la habitación abarrotada de libros desordenados, documentos polvorientos, plantas que suspiraban por un sorbo de agua. Entraba un rayo de luz a través de unas rendijas que la gruesa cortina de color burdeos dejaba entrever. En la esquina de la habitación reposaban, en un pupitre de grandes dimensiones, fotografías, tarjetas, un mapa de la ciudad, retazos de periódicos, chinchetas… Muchas horas de trabajo y de sueño se condensaban en aquellos dos metros cuadrados de madera. El agente, al parecer, lo tenía todo. Observó la línea de puntos que había trazado sobre la ciudad. Unía el domicilio de los Baker con el Teatro Nacional y el Banco Milenario. Había escrito un nombre, una fecha y una hora al lado de cada uno de los edificios. Otra línea, esta contínua, empezada en casa de los Roy, cruzaba el puente de la ciudad y llegaba hasta una pequeña tienda en la que vendían tabaco de buena calidad. Un número acompañaba cada uno de los lugares señalados. Aquel cuarto oscuro y desordenado había sido su hábitat durante las últimas semanas. Había recogido todas y cada una de las pistas que había perseguido, había procurado no olvidar ningún detalle, había consultado todos y cada uno de los libros de su vieja biblioteca.
El agente echó un vistazo a todo aquello. “Algo se me está escapando – se dijo a sí mismo – y a estas alturas no me lo puedo permitir”. Aquella sensación le llenaba de inquietud. Se levantaba, encendía un cigarrillo, daba una vueltas por la habitación a la par que muchos pensamientos pasaban fugazmente por su mente. Se volvía a sentar.
Se levantó nuevamente. “Que el señor y la señora Gálvez, aquella noche, no acudiesen al baile no había sido un hecho casual…”. Otra vuelta, otro cigarro y se sentó de nuevo. Observó todas y cada una de las pistas. “¿Qué se me está escapando? ¿Qué será lo que no acabo de ver?”… Apoyó su cabeza en su mano para poder pensar… y le invadió un sueño profundo. Sonaba el tic-tac del viejo reloj de cuco viendo como las horas pasaban, lentamente, sin más.
De pronto despertó y se dijo a sí mismo “¡Eureka!”. Cogió su gavardina, su sombrero de copa y la pipa. Acto seguido abandonó la sala. Sus pasos, que cada vez sonaban más lejos, desprendían decisión.