LA PROMESA
CAROLINA SERRANO NAVARRO | NINA ALCÁNTARA

Allí me encontraba, delante de todo un comisario de la policía nacional. Había sido mi mentor cuando entré en el cuerpo. De él había aprendido todo lo que sabía. A él le debía haberme convertido en inspector y ahora se encontraba sentado y esposado bajo mi custodia. Tenía la mirada perdida y solo yo sabía dónde se encontraban sus pensamientos.
El juez mandó levantar el cadáver. La víctima era la esposa de un alto directivo de la principal empresa eléctrica del país. “Crimen pasional” se leería en los titulares de todos los periódicos nacionales al día siguiente. En las televisiones generalistas ciertos programas rellenarían sus contenidos durante varios días especulando sobre los motivos del crimen. Afirmarían tajantemente, sin aportar prueba alguna, que la víctima, veinte años más joven, y el comisario eran amantes y que tenían una tórrida relación, alimentando así la sed morbosa de la ávida audiencia de la prensa amarilla.
Nadie sabría jamás qué fue lo que llevó al comisario a disparar sobre aquella mujer, porque yo nunca lo revelaría. Me ataba un juramento y la más profunda admiración y respeto por aquel hombre al que todo el país ahora vilipendiaba.
Semanas antes de que se produjera aquel desgraciado crimen, en la comisaría se dio la orden de resolver con preferencia el robo del gran diamante de la colección de cierta aristócrata metida a política. Mientras todos buscaban entre los parientes cercanos a la dama, sospechosos habituales en la mayoría de los casos, el comisario investigaba a los invitados de la recepción que se celebró en la mansión de la aristócrata días antes de la desaparición de la joya. El nombre de la joven asesinada se hallaba en la lista. El comisario no lo dudó. No era la primera vez que tenía que sacar de un apuro a su hija ilegítima, de la que nadie tenía constancia por motivos obvios. Una hija extramarital se hubiera visto con malos ojos por la cúpula superior y conservadora de la policía. Sin duda hubiera sido un gran obstáculo para la ambición del ahora comisario. Me pidió máxima discreción y nos dirigimos a la casa de la presunta criminal. Al llegar, todo se precipitó rápidamente, acusaciones, reproches, amenazas y de repente un arma apuntando a nuestras cabezas. Un disparo seguido de otra detonación. La primera bala quedó incrustada en la pared cerca de la cabeza del comisario, la segunda en el corazón de la chica.
El comisario en ningún momento esgrimió la carta de “defensa propia” para escapar de la sentencia, solo guardó silencio y la acató sin rechistar. La sentía justa, y aún así insuficiente.
Y ahora yo, aquí sentado delante de un vaso y media botella de whisky, debato con mi conciencia sobre el destino del gran diamante que tengo en la palma de mi mano.