La señora de la maleta
Daniel Moreno Muñoz | Mormuz

Cuando llegué al hotel, nunca imaginé los acontecimientos que iban a proceder. Justo delante de mí, en la cola de recepción, tenía a una señora, que no superaba los cincuenta. Pelo muy oscuro corto, pendientes de lujo y gafas caladas fue lo que más me llamó la atención de su figura. También que solo se acompañaba de una pequeña maleta, marrón ocre y protegida por dos candados.
Al subir a mi habitación, me la encontré en el pasillo. Estaba inmóvil, leyendo con mucho interés el plan que explicaba qué hacer en caso de emergencia. La maleta estaba a su lado. Señal de que aún no había entrado en su habitación.
Sin darle importancia, pasé la tarde recorriendo las calles parisinas, en busca de historias que contar y que enviar a mi editor. Di con una que me pareció excepcional. La de un cantante que había tocado el éxito en la ciudad hace unas décadas, al que las malas influencias habían llevado a perderlo todo. Ahora, tras un largo proceso de recuperación, había logrado volver a disfrutar de su pasión: la música jazz. Aunque fuera como músico callejero.
Llegué al hotel exaltado, con ganas de teclear las primeras palabras en el ordenador, y de sorprender a mi jefe. Pero la sorpresa me la llevé yo. Cuatro coches de policía, dos ambulancias, y una muchedumbre acumulada en la puerta principal. “Una mujer ha sido encontrada sin vida”, dijo uno de los agentes.
Nada más entrar al hall, un grupo de policías inspeccionaban una maleta. La marrón ocre. La de la señora de esa mañana. La misteriosa. La que me había llamado la atención desde el primer momento. Como buen periodista, quise informarme acerca de lo ocurrido, pero no conseguí demasiado.
La mujer era inglesa. Tenías reservadas tres noches en el hotel. En la maleta se habían encontrado numerosas pastillas, cerillas y tiritas. Había sido la encargada de la limpieza la que había encontrado el cuerpo, en uno de los lavabos de la primera planta, alrededor de las seis. Presentaba signos de apuñalamiento en la nuca. Alguien había burlado las cámaras de seguridad.
Era un caso un tanto extraño. Un asesinato en un hotel de París no me parecía del todo descabellado. A media tarde, y dejando el cuerpo en un baño, sí. ¿Huía de alguien?
Durante los siguientes dos días, me olvidé por completo del músico callejero. Investigué a fondo lo ocurrido. Pregunté a los encargados del hotel, a los huéspedes, en comisarías de policía e incluso a los dueños de los restaurantes contiguos al edificio. Nadie supo darme ningún dato relevante.
Todo cambió cuando hablé con la mujer que estaba alojada justo al lado de la habitación de la señora de la maleta. Había pasado esa tarde en el Louvre, con su hija, me dijo. Quise comprobarlo. Y ahora llevo dos noches en una celda provisional a las afueras de la capital francesa. Empiezo a dudar qué es lo que ocurrió. La justicia es mi única esperanza.