La mayoría de ustedes me reconocerán porque me habrán visto en la escena del crimen de algunas películas. Soy fácil de evocar, incluso de parodiar, por mi sinuosa y blanca forma de cadáver ausente, pero no tengo la culpa de las posturas imposibles que los cuerpos toman en plena agonía, y es que me imagino que en lo último que piensas cuando la vida se te escapa es en adoptar una posición elegante.
Antes recorría la ciudad en busca de crímenes y casi siempre encontraba un cuerpo tirado en algún callejón, aunque muchas otras veces los cadáveres me esperaban enfriándose en el suelo de un apartamento o de un parking. Entonces me acurrucaba a esperar, pegándome lo más posible al muerto, hasta que llegaba la policía. Me recreaba en ese instante de alfombra roja, con el fotógrafo inmortalizándonos desde todos los ángulos, mientras aguardaba impaciente el momento del levantamiento del cadáver. Y a partir de ese momento enloquecía la rutina de la toma de huellas dactilares, restos de ADN y las conversaciones cruzadas de los detectives con su mirada puesta en mí. En el truculento pasado que me imaginaban. Yo, mientras tanto, sin moverme ni un milímetro, también elucubraba sobre qué habría pasado. “La postura indica que tardó en morir”, escuchaba a menudo. “Probablemente la víctima luchó antes de recibir la puñalada”, decían otras veces. Y yo asentía para mí, inmóvil, hasta que poco a poco la escena se vaciaba. Entonces, como el póster de una estrella juvenil que nadie recuerda, me despegaba y reemprendía mi búsqueda.
Creo que era tan buena en lo mío porque disfrutaba de mi trabajo. Llámenme una silueta vocacional si quieren. Llegado el momento (y solo en caso de una muerte sospechosa, claro está), no hubiesen tenido mejor perfil para su cadáver, aunque ya no será posible. Les podría contar que ya no soy necesaria, que prescindieron de mis servicios como de los maletines llenos de billetes sin marcar, pero no es así. Han sido tantos años rodeada de asesinatos que me las sé todas. Puedo predecir un crimen pasional con una semana de antelación; dos si es premeditado. Así que simplemente me adelanto unos días. Como haría un buen detective, investigo a la potencial víctima, deduzco cómo y cuándo pretenden acabar con ella y me tumbo recreando su cuerpo en un lugar bien visible. Obviamente, esto crea gran confusión. La policía aparece sin dar crédito: “no nos consta ningún caso en esta dirección”, suelen decir los inspectores, pero mi presencia es suficiente para que la víctima comience a atar cabos y se ponga en guardia.
Curiosamente, a veces, por pura nostalgia, vuelvo a ese mismo lugar y me encuentro el cadáver de quien, de no ser por mí, hubiese cometido el crimen. Esos días no trabajo. Prefiero suspenderme del cordel en alguna azotea para relajarme y estirarme bien en ese breve periodo de calma en el que usted, hasta ahora, solo veía una forma blanca a merced del viento.