La sombra de Sirio
Nicolás Pérez Pérez | Nicolás Espada

A veces cuando miro esa estrella, me abstraigo de lo que está sucediendo, ojalá recordase cómo se llama. Se ve incluso antes del atardecer, se ve incluso entre la ponzoñosa polución, su luz atraviesa, como la punta de un bisturí, todas las capas de oscuridad, tranquilas y silenciosas, de un espacio helado con el que empatizo, cruza el humo de las fábricas y los aullidos de la humanidad. Cruza limpia la luz, como un milagro, hasta quedar atrapada en mi ojo absorto, que acuna su brillo como un padre a un hijo perdido.
Vuelvo a escuchar los gritos a mi alrededor y me giro, el hombre está atado y hace un ruido extraño, como si intentase respirar y, a la vez, estuviera bebiendo agua. El canto de un animal exótico. El tercer disparo lo hago a bocajarro, en la sien. Se queda quieto. Los muertos me recuerdan a marionetas sin hilos, con los miembros caídos y los ojos vacíos, sus cuerpos sin intención parecen la obra descartada por un artesano.
Estoy en una pequeña cabaña del bosque, polvorienta y semiderruida, probablemente una vieja leñera. Guardo la pistola y me preparo para salir. El niño está en la esquina, agachado y con la cabeza entre las rodillas, era él quien gritaba. Me agacho a su lado y le hablo con voz suave, le digo la misma mentira que me dijeron toda la vida: todo va a salir bien. Su voz es apenas un hilo, un susurro tembloroso. He llegado a tiempo, y ese tipo no ha llegado a tocarle, mi pobre niño, aún está aterrorizado, tomo su mano con suavidad y nos marchamos de la cabaña.
Un hombre siempre hace cosas que no quiere recordar, las sepulta. Pero los músculos no olvidan, por eso cuando vi que estaba en peligro, en manos de ese monstruo que iba a hacerle daño, mis manos se movieron más rápido que yo. Antes de haberme dado cuenta, le había quitado la pistola y rescatado al chico.
Ahora estamos juntos, él no tiene a nadie, y yo no tengo ninguna otra excusa para ser mejor persona. Empezamos a recorrer juntos una ciudad tras otra, a conocernos, a sobrevivir. Cuando la policía nos atrapa, sus lágrimas caen mientras la rodilla del policía me arrebata el oxígeno, ahora ya no puedo protegerle.
Durante el interrogatorio, pregunto a los agentes por él, quiero que le cuiden por mí, pero ellos se ríen, hacen como si no existiera. Miro alrededor buscando a alguien que me entienda, y en el gran espejo está él, sonriendo. En sus delicadas manos, las cruces de madera sostienen los hilos, que me guían mientras golpeo a estas personas, gritando que le dejen en paz, que solo es un niño, entonces siento el impacto y pierdo el conocimiento. El chico se despide de mí, y, en la cárcel, dejo de soñar.
A través de la ventana, durante dos horas, de noche, aún se ve la estrella.