LA TERCERA VEZ
Almudena Ramos Mateos | Almudena

Roberto tenía la sensación de que habían cometido un error. Aun hoy, con el condenado entre rejas, tenía dificultades para entender que hubiera atacado a la víctima, un conocido escritor, tras un arrebato de fanatismo.
No era descabellado, ni se podía negar que eso no hubiera ocurrido ya. Sin embargo, en este caso, simplemente no encajaba: si bien sus huellas estaban por toda la sala, especialmente en el marco de la ventana por la que el escritor cayó, nadie lo vio subir, ni se encontraron las novelas en su domicilio. Tampoco tenía sentido, en ese contexto, hacer pasar el crimen por un suicidio.
Después de unos días de descanso, Roberto volvió a la comisaría aparentando haber pasado página, pero en su interior seguía cargando con una pesada sensación de culpa. Esbozó una media sonrisa al entrar en la oficina, que lamentablemente no convenció a ninguno de sus compañeros, de sobra conocedores de su profunda involucración en este caso. Murmuró un «¿qué tal?», al que los más próximos respondieron con un leve cabeceo.
No podía sacarse de la cabeza la caligrafía de la tarjeta de visita ligeramente perfumada que le entregó aquella mujer, ni su evidente coincidencia con la de la falsa nota de suicidio (¿un descuido?).
Marisa.
La primera vez que la vio fue de camino a la escena del crimen: parecía consternada y decía haber presenciado el crimen por casualidad, durante una visita comercial. Ella había sido de las primeras en llamar al 112.
La segunda vez, más tranquila, le recibió en las oficinas de su empresa, en la calle Hermosilla. Los recuerdos de aquel día estaban impregnados de un fuerte olor a incienso. Junto con la penumbra propia del final de la tarde, convirtió el caminar por los pasillos del edificio en toda una experiencia mística. Oía el crujir de la tela de su uniforme a cada paso, así como la suave y acompasada respiración de ella, que le precedía, tranquila y dueña de la situación. Lo acompañó hasta la salida y allí le despidió con un fuerte apretón de manos y una mirada sagaz, que contrastaba con las amables palabras que pronunciaba al mismo tiempo, ofreciendo su ayuda en la investigación. De su entrevista no había conseguido ni un solo dato que la inculpara.
Acudió a visitarla aquella tarde, dos años después. Necesitaba un tercer encuentro para despejar sus dudas, o aquella carga que portaba terminaría por abrasarle.
—Agente, si le soy sincera, a estas alturas ya no le esperaba.
Roberto se tensó al reconocerse delatado y giró la cabeza rápidamente hacia la puerta. Sin embargo, ya era tarde: cuando oyó el chasquido de la cerradura, tragó saliva.
—Si bien es cierto que tampoco me he cansado de esperarle —continuó.
Ahora lo entendía: para ella era simplemente un juego.