La última calada del cigarro ilumina las tinieblas de una madrugada oscura y húmeda de invierno. Ha alargado la consumición de aquel pitillo de forma inhabitual en él. Quiere demorar aquello para lo que está aquí.
El agente que lo ha sacado de la cama le ha dicho que era necesaria su presencia de forma inmediata. Tras emitir un gruñido de desagrado, se ha levantado de la cama con sumo cuidado, con la intención de no despertar a su esposa. Se ha vestido con desidia y agarrado su pistola, como un elemento más de su vestimenta. Lo ha hecho con una parsimonia impropia de su profesionalidad, dada la urgencia de la llamada. Los últimos acontecimientos de su vida han motivado que le importe más el descanso de su esposa que la atención de sus compromisos laborales.
Ella no está para sobresaltos. Para un momento de paz que tiene no se lo iba a perturbar. Desde que su hijo se marchó de casa, hace ya más de dos meses, apenas come y solo puede dormir con tranquilizantes. Fue ella la que lo echó de casa, harta de sus mentiras, de sus insultos y de sus conatos de agresión. Siempre había sido un hijo ejemplar, pleno de amigos y buen estudiante. Ahora ya no podía tener en casa ningún objeto de valor, pues se lo robaba y lo malvendía a cualquier trampista.
Cuando sea una hora decente la llamará y le dirá que han requerido su personación. Ella lo entenderá.
Un agente se le acerca y le dice: <
No deberían haberlo llamado a él. Es de homicidios. Aquello no es más que un altercado generado al intentar expulsar a unos okupas de un apartamento viejo y desvencijado, al que se accede a pie de calle, sin puertas, sin ventanas, que sirve de picadero para drogadictos y putas. La policía ha procedido a la inspección del lugar una vez desalojado y en uno de los cuartuchos han encontrado dos cuerpos inertes, sobre un colchón lleno de manchas de orines, sangre y semen. Uno de ellos ase con fuerza una cuchara ennegrecida. No debe de llevar mucho tiempo muerto. En el otro, una chica, ya han aparecido los primeros síntomas del rigor mortis.
Cada vez que tiene que acudir a una situación similar, sobre todo en los últimos meses, se le descompone el cuerpo. Lleva cada vez peor estas intrusiones en lo más sórdido de los bajos fondos de la ciudad.
Apaga el cigarro con la punta del zapato y entra. Ha de apartar con el pie a un borracho remiso a salir, para poder acceder a través del pasillo. El olor es nauseabundo, de lo que ni se percata, pues sus pensamientos divagan por otros derroteros. Su corazón late descontrolado cuando entra en aquella pocilga en la que se encuentran los cadáveres… …y todos sus miedos pueden verse corroborados: <<¡¡Dios mío, gracias!!… ¡Esta vez tampoco es él!>>