“Ayer me salvaste. Hoy eres mi asesino. Ese pequeño revólver con silenciador bajo tu gabardina evitó mi muerte. Hoy la consumará. Nadie más que tú y yo lo sabremos. Y nadie podrá juzgarte hoy, pero mañana seré yo quien apriete el gatillo. Ese mismo que ahora tiembla en tu mano. Aunque yo ya haya fallecido”.
Él no parpadeaba. Intermitentemente, su mandíbula parecía querer atravesar su piel. Y sentía una deliciosa atracción hacia sus palabras. Una seducción que le ensuciaba el alma. Que excitaba la falange del dedo índice que ahora contenía a 40 centímetros de ella.
“Ya has disparado, lo sabes -prorrumpió ella en sus pensamientos-. Mi destino es éste”.
Hizo más ruido el golpe de su cabeza contra la mesa que el sonido del disparo semiautomático. Una lágrima invisible rodó dentro de él. Solo una.
Comisaría, una hora y media después:
“Se ha desangrado. Llevará una media hora muerta”. Avise a la morgue”, García. Despachó el caso como uno de tantos, café frío en mano. Dos zancadas y su escuálida silueta ya se desvanecía por la puerta. El grito de negación de su subordinado, los ojos saliéndose de las cuencas, le ancló al suelo: “Jefe, tiene que leer esta carta que había en su bolsillo”. Se la arrebató de un zarpazo y absorbió esas 14 palabras: “Comisario, gracias por librarme de aquel ladrón, siento el disparo en su sien”.
Dieciséis horas después, en casa del comisario:
“Para ser aprendiz, te ha tocado un caso bueno», gimió García a su compañero en el lugar del crimen. Allí donde yacía el comisario. Con la cabeza agujereada. Con su propia pistola aún aferrándose a su mano. Y un reseco hilo de sangre derramado sobre la carta.
La carta de El Colgado.