Ayer no estaba tan pálida ni tan triste. No tenía las manos cruzadas ni sus pies mirando al cielo. Su tez tenía un color rosado. El de siempre. Caminaba recta, con unos andares de reina que justificaban la perdida de razón de cualquier enamorado. Ni siquiera había que quererla. Tampoco desearla. Era la clase de mujer que fustiga con una simple mirada. Yo también fui víctima de ella.
Llegué a la escena del crimen, en la que ya había demasiada gente. El forense observaba el cuerpo, extasiado. Aun acostumbrado a ver chicas jóvenes y bellas, no podía dejar de quedarse sorprendido por el aura que desprendía Isabella. Ni muerta perdía ese encanto, ahora fugitivo, que apresaba a todo el que la contemplaba aunque fuese un breve instante.
Un chico que montaba en bicicleta, y que solía ir al bosque diariamente, halló su cuerpo. Vio su mano bajo una rama y huyó despavorido a avisar a una familia cercana al lugar, que se disponía a disfrutar de un picnic de domingo.
La casa de los Fernández se encontraba abandonada desde hacía años. Los chicos hacían allí los botellones y los okupas llenaban parte de su espacio, acomodados en un lugar que ya consideraban suyo. Nadie oyó nada.
María, una señora que pasaba allí sus días con su hijo drogadicto, hablaba sin cesar. Era como si tuviese la necesidad de defender a su primogénito antes de que fuese siquiera acusado .Tendemos a desconfiar siempre de los borrachos, los delincuentes y de todo aquel que se desvíe de cualquier comportamiento tipificado como normal.
La diferencia para mí respecto a otros casos es que yo conocía a la víctima. Había estado con ella un día antes del suceso. Era amiga mía desde hace años; no podía recordar desde exactamente cuándo perduraba nuestra amistad.
Solíamos encontrarnos en una cafetería que unía el campo con la carretera principal. Le gustaban el café caliente y las tostadas con aguacate, y siempre pedía un vaso de agua de acompañamiento.
Solía sonreír como solo lo hacen las grandes artistas de Hollywood.
La última vez que nos vimos me contó que quería volver con su ex pareja. Él la maltrataba y ella era el tipo de persona fuerte por fuera y muy débil por dentro. Yo, que la conocía muy bien, la comparaba a menudo con una costosa muñeca de porcelana, siempre al límite de ser hecha añicos.
Nunca me lo dijo, pero estoy seguro de que sus amigas le tenían envidia. En esta sociedad inhóspita no me extrañaría que alguna de ellas hubiese deseado acabar con su vida de un plumazo, y recuperar de este modo un protagonismo ya perdido.
El sol nos cegaba con una luz perturbadora. Los mechones de su pelo tomaban un matiz aún más anaranjado, y su piel comenzaba a teñirse de un azul intenso, como de princesa de cuento moderno.
–Francisco Calatayud, queda usted detenido.
Me giré perturbado. Nadie sospecha nunca del detective. Aunque sea el culpable.