Conocí a Horacio Quiroga en el colegio y desde el principio me llamó la atención la expresión de su cara. Con el paso del tiempo empezó a incomodarme la sonrisa plastificada que nunca se le caía, hasta que muchos años más tarde, su careta acabaría retorciéndome las pelotas.
Recuerdo las fotos que había en el cajón de la cómoda de mi madre. En ellas se nos veía a mi madre, a mi padre y a mí, un lechoncillo sonrosado, también riéndonos, especialmente ella, entonces una mujer graciosa y alegre. Pero mi padre se fue, cuando yo tenía tres o cuatro años, y lo único que dejó fue su tortuosa sonrisa en las fotos del cajón.
Mi madre tuvo que empezar a hacer cosas para sobrevivir, cosas que un hijo prefería ignorar. Por las noches, cuando me acostaba, me daba un beso, me deseaba dulces sueños y me decía, con voz triste, que no abriera la puerta oyera lo que oyera. Y yo me dormía. Hasta que algunas noches me despertaban golpes y gritos al otro lado de la pared, o su voz suplicando «No, por favor», y otras voces, de hombre, distintas cada noche, riéndose e insultándola.
Cuando esto sucedía yo me tapaba la cabeza con la almohada, aterrorizado, hasta que la casa quedaba en silencio. Entonces ella entraba de puntillas, me daba un beso en la frente y decía bajito hasta mañana mi amor, y se iba dejando en mi cuarto un olor agrio a desencanto. Al levantarme la encontraba en la cocina fumando un cigarrillo y preparándome el desayuno, a veces con las gafas de sol puestas, un labio hinchado y, según pasaban los años, cada vez más rara, diciendo cosas incoherentes, y riéndose sola.
Una noche, tendría yo doce o trece años, sus gritos al otro lado de la pared me helaron el corazón. Y la desobedecí. Abrí la puerta y fui a la habitación. Allí un tipo sin pantalones, boca de sapo y ojos enrojecidos por el alcohol, la azotaba con su cinturón llamándola puta, mientras ella lloraba semidesnuda hecha un ovillo sobre la cama. Cuando el tipo me vio, se tiró hacia mí como loco, pero pude agarrarle el cinto en el aire cuando silbaba buscándome la cara. Le rodeé el cuello con el brazo, y le estampé la cabeza contra la pared con un golpe sordo. Luego lo levanté y lo tiré a la calle por la ventana abierta.
Al poco rato apareció la policía. No hicieron muchas preguntas. La semana siguiente nos fuimos a vivir a otro barrio.
Han pasado muchos años. Ahora trabajo de vigilante en las oficinas de una gran empresa, en el turno de noche, casi siempre solo. Los domingos visito a mi madre en la residencia, ya no me reconoce. Hace poco me enteré de que Homero Quiroga es uno de los altos directivos de la empresa. Le ha ido bien. Ayer me lo crucé en el garaje. Sigue con su estúpida sonrisa.