Las calles sin nombre
Cristina Hens | Arena

Aquel día abandoné la taberna sin una decisión clara sobre a donde deberían encaminarse mis pasos. La noche era joven, sí, pero ya había tenido suficiente dosis de borrachos tocando lo que no se podían permitir pagar y de niñatos de buena familia que venían a los bajos fondos a comprar chicas con versos de poesía barata. Conmigo esos trucos no funcionaban, aunque no podría decir lo mismo de las demás, hasta conocí a una chica que fue tan tonta como para fugarse con uno de ellos, pero ya volvería, sola y embarazada.
Empezó a llover justo cuando estaba decidiendo si dejar que mis pasos me llevaran a una calle sin nombre en un barrio indiferente y que las parcas decidieran lo que debía estar por venir o si, por el contrario, volver por las calles que bien ya conocía al hedor de algún tipo indeseable que tuviera un techo bajo el cual pudiera pasar la noche. Hacía tanto frio que estaba dispuesta incluso a, y solo si pagaba la habitación, dejarme comprar por un par de esas composiciones cutres.
No llegué a variar mi rumbo cuando escuche que mis pasos no eran los únicos que repicaban sobre los adoquines de la callejuela. Sé muy bien lo que les pasa a las muchachas que andan solas por las calles, lo he oído y lo he visto. Intenté acelerar el paso para poner distancia entre mi indeseado acompañante y mi persona, pero el repiqueteo del segundo par de pies decidió imitarme y acelerar también. Eché a correr como alma que lleva el diablo buscando una zona concurrida que me pudiera refugiar de mi predador.
Corrí por las calles desconocidas, corrí hasta que no supe si lo que oía eran mis pasos, la lluvia, los pasos del extraño o el martilleo de mi corazón en los oídos. La boca me sabía a metálico del esfuerzo, las costillas me punzaban y me dolían los pulmones. Estaba a punto de desmayarme cuando de la nada apareció una pared de carne y hueso, era un hombre alto como árbol y ancho como un carruaje. Choqué con fuerza contra él pero no llegué a caer, me había sujetado por los hombros y me tenía retenida.
***
– Señorita. – Unos ojos azul pálido me observaban desde arriba, unos ojos que me hicieron desear estar ya muerta. Nunca había pensado mucho en mi propio final, quizá en un cuartito con un colchón, nada ostentoso pues bien sabia de mis limitaciones económicas, pero al menos no en medio de una calle, al menos no sola. Le devolví la mirada, sabía que el destino que aquellos ojos tenían reservado para mí era muy distinto, aquellos ojo llevaban refleja la promesa de una ejecución cruel y humillante. – Señorita, no le he pedido que narre el momento de su detención. Le he preguntado el motivo por el que asesinó a sangre fría a esas trece mujeres.