La casa lo comprendía todo. En el gotelé de la habitación bregaban los corpúsculos como pequeños Laocoontes, ávidos por llegar a mis oídos y susurrarme los últimos sucesos. Caminé lentamente entre la maleza de trapos y cristales vomitados al pasillo, que exhalaba un largo y punzante gemido hacia a la entrada. El inspector penetró con descaro en el cuarto de baño. Metió los dedos en el bidé y un manantial de agua mezclada con sangre se apresuró hasta mis pies. Retrocedí, pero mi chapoteo lo alarmó. -¿Qué haces aquí? -Los agentes se están ocupando de las demás habitaciones; tenía interés por mirar el cuarto de baño… -Dedíquese a sus tareas y déjeme trabajar. Fuera. No se lo volveré a repetir.
Eché un último vistazo al lavabo antes de abandonar la estancia. Un reflejo insistente en el espejo cegó mi vista. Fingí estar yéndome para girar la cabeza y contemplarlo sin que me agrediera directamente a los ojos. Un frasco de perfume solitario sobre una balda, perfectamente redondo y acanalado, con apenas unas gotas de resto, como si ya no tuviera función olfativa, como si hubiera dejado de servir para aquello para lo que fue creado y se encontrase mutando hacia una nueva existencia, inclinaba un finísimo haz de luz de la tarde que se colaba por el ventanuco de la bañera hasta hacerlo atravesar el espejo del baño. Entonces, el espejo repetía el destello doblemente, una espiga de pura plata brillante se adentraba en el abismo del cristal, la otra incidía a nivel de la vista sobre la posición exacta donde me encontraba hacía unos segundos. -¿Qué hace en el quicio de la puerta? ¿No tiene trabajo? ¡Aporree todas las puertas del edificio y consiga algo útil!
Salí veloz hacia el pasillo. La selva de cacharros destrozados me tranquilizaba más que la voz sañuda de ese tipo frustrado. La preciosa porcelana de Limoges desparramada por el suelo me observaba completamente muda. Toda esa feria de objetos rotos no tenía ningún sentido. Me dirigí a la sala de estar, resignada a dar un último paseo por aquel escenario abstracto y bajar seguidamente a la primera planta para preguntar uno a uno a los vecinos si “habían oído algo o habían notado cualquier cosa extraña en la señora Ramírez en los últimos días”.
Sobre el aparador se encontraban sus gafas de cerca, de una plata muy pulida y con infinitas piedras de colores en las patillas. Las tomé en mis manos en un acto reflejo y me las coloqué sobre la nariz. -¡77 kilogramos y 1,63 de altura, las medidas de la vieja!- gritaron desde el fondo de la habitación de la víctima. Yo medía exactamente eso. Volví al baño y me coloqué sobre la misma baldosa en la que la luz me había penetrado la pupila hacía un rato. Sentí que mi temperatura aumentaba exponencialmente. La puerta se cerró de un golpe seco y sobre el cristal de los anteojos se formó una amplia y amarga sonrisa blanca. -Sabía que vendrías, querida.