Amigos, ni uno. Psicólogos, demasiados. Psiquiatras, menos que los frascos que estaban junto a mi cama. En el fútbol no marcaba, la guitarra no era lo mío y hablar en público tampoco se me daba bien. No era el más lindo ni el más alto, no era rápido con los números ni tenía buena memoria. No cocinaba, no era manitas ni sabía de autos. No me gustaba el café ni toleraba la cerveza. No tenía buen olfato para el vino, la carne me caía pesada y el humo del cigarrillo me mareaba. Pero había leído. Había echado demasiadas horas encerrado, acompañado de esas páginas viejas.
Nueva comisaría, nuevos colegas, mismas bromas. Los logros del flamante inspector lo precedían y por eso no le extrañó encontrar un gorro de caza con doble visera sobre su nuevo escritorio. Junto a la simpática bienvenida yacía un sumario de dos mil ochocientos folios, noventa vistas fotográficas, dos autopsias, cuarenta y cinco declaraciones testimoniales, tres inspecciones oculares, peritajes de balística, criminalística, levantamiento de rastros, actas de allanamientos y unas cuantas manchas de café. Nada, concluyó el inspector, que sugiriera, indicara o permitiera formular alguna hipótesis sólida.
Después de un año y medio de pesquisa la policía había decidido cerrar el caso por el asesinato de mi madre. Seguía sin amigos y mi último psicólogo, cansado de no poder sonsacarme más de dos frases coherentes por sesión, sugirió una pausa indefinida. Con todo, mi estancia universitaria en una ciudad vecina no había impedido que asistiera a cada una de las audiencias del juicio que culminó con la absolución del único sospechoso, un usurero conocido en el pueblo por sus préstamos bajo condiciones leoninas y por cobrar, de una u otra manera, deudas como las que mi madre había contraído para ayudarme a solventar mis gastos estudiantiles.
Oficiales de la policía, investigadores, jueces, fiscales, detectives privados, corresponsales amarillistas, nadie, ni uno de ellos, había echado un ojo a la biblioteca familiar. El flamante inspector sospechaba que allí, en el homicidio impune de aquella mujer, estaba la clave del asesinato que le siguió, el del prestamista. Las pruebas no eran contundentes pero la muerte del único sospechoso absuelto en un juicio que la prensa había calificado de irregular y hasta de “comprado”, hacía de la venganza el móvil perfecto para el crimen del usurero, pensó el inspector.
Al menos tres veces, según recuerdo, le había rogado a mi madre que no se endeudara y mucho menos que le pidiera dinero al prestamista del pueblo. La universidad no es imprescindible, le decía. Acaso alguna vez, emocionado, agregué que mis lecturas me darían suficiente formación académica y vital.
En el modo de comisión había algo más, cavilaba el inspector. El asesinato de un usurero, el hacha empleada como arma homicida. Algo de literatura había en toda esa sangre, pero las evidencias recogidas no se habían detenido en ese detalle. Quizás algún día la conciencia gravite más, pensó el flamante inspector, y siguió con el siguiente caso.