Escena cuarta
Las lactantes de la caridad
Salgo del despacho después de coger mi gabardina repleta de lamparones. Tengo que lavar esto. Parezco un puto mendigo.
Me dirijo a la Plaza de Las lactantes de la Caridad. Originariamente, no se llamaba así, pero, con estas cosas absurdas que tenemos de reivindicar el todo…, pues comenzaron a llegar recién paridas armadas con sus pechos fuera y sus bebés en ristre.
Dicen que, en una ocasión, pasó uno por allí y, mirando el pitorro enrojecido que acababa de despreciar un niño, preguntó a la señora si tenía inconveniente en que él ocupase el lugar de tan lozano infante. Se amorró al pezón. Tragó la leche dulce y lloró creyendo recordar a su madre. Lloró hasta que la sugestión le hizo olvidar que la madre que lo parió lo abandonó en un soportal y que sus primeros alimentos pudo tragarlos gracias a una tetina de látex.
Un radiocasete con la grabación del llanto de un bebé suena provocando la subida de la leche. Odio el olor a leche: mi madre me hacía tragar aquellos vasos con dos dedos de nata que salían cuando la hervía para matarle los bichos. Pero me aguanto. Doy un trago a la bolsita de cacao en polvo que a veces me traigo de los bares y mamo con fruición.
Me gusta clavar los dientes para hacer daño y oír cómo se quejan, por eso siempre busco a las recién llegadas, están más blanditas. Su tacto aún recuerda a la piel humana y no al muñón encallado de cualquier tullido de guerra.
Es un asco, pero me sobrepongo convenciéndome de la importancia que tiene un desayuno sano.
¿Qué me dijo Ella? ¿De qué me sonaba su cara?
La amamantadora da un respingo. Siento el sabor de su sangre en mi boca. La mezcla de dulzores me gusta y creo que ella se estaba dando cuenta.
Dijo que Frániquem Míller, el escritor, había desaparecido cuando uno de sus personajes murió en extrañas circunstancias… ¿Realmente había escrito la novela que hará desaparecer todas las novelas? ¿Una novela que olvidas nada más leerla y te ves obligado a volver a empezarla?
El perseverante sabor de la sangre de aquella gentil amamantadora me hizo pensar en el caso del asesino del pellejo. Una persona no es un conejo. No puede hacérsele un tajo y sacar la piel de un tirón. Puedo imaginarlo tirando de un padrastro con extrema precaución hasta mondar completamente el cuerpo. Quizá también frecuente esta zona y muerda los pezones de una manera especial.
Anoto en mi libreta que, cuando localice a Frániquem Míller, tengo que volver para revisar las tetas de todos los miembros de esta asociación. No es la mejor pista. Sabemos que la incisión la hacía con un objeto afilado, una cuchilla o tal vez un bisturí. Empezaba por el ano o por la frente y lo hacía de corrido. Era evidente que nadie sería capaz de hacer eso mismo con los dientes. Pero nunca se sabe.