Escena décimo tercera
Rodea el Congreso
Las luces de neón se habían apagado. Las farolas lo hacían poco a poco y la ciudad despertaba inmersa en una mañana de fría y triste luz plomiza que a duras penas se derramaba por las rendijas que no llegaban a cubrir los borbotones de las mullidas nubes grises. Hoy lloverá de nuevo, pienso mientras me dirijo a casa de Ella. Tal vez debería de tomarme más en serio la búsqueda de Frániquem Míller. De alguna manera, ambos casos parecen estar conectados.
Pienso en tomar un desvío. Desde el glorioso día en que los abuelos decidieron rodear el Congreso para exigir una política más justa y social, a nadie se le ocurriría tomar ese camino porque muchas familias aprovecharon para soltar lastre. ¡Qué mal pago tuvieron algunos! Allí quedaron, desorientados, con los ojos llorosos y blanquecinos debido a la evolución de galopantes cataratas, andando en círculos o en sillita de ruedas, hacia adelante y hacia atrás, llamando amargamente a personas que vete tú a saber quiénes eran.
Estas calles huelen a abono de guano. La mierda rebosa por los acartonados pañales infectos de los viejos y sus cuerpos rezuman sudor con un fuerte olor a cebolla. Me dan pena estos ciegos que otean sus mentes en busca de algún recuerdo coherente. Tropiezo con la silla de ruedas de una vieja con parálisis cerebral. Gangosea palabras incomprensibles. Pienso que tal vez me he roto un dedo del pie y me da la impresión de que la asquerosa se ríe. Me alegra saber que muy pronto morirá porque justo al día siguiente yo podría estar alimentándome de ella. Es lo que tiene este mundo, que se necesitan ideas innovadoras e imaginativas para solucionar nuevos y viejos problemas. Una vez se dio luz verde a las multinacionales para compistar a los muertos, ya no hubo marcha atrás. «Así acabaremos todos, vieja puta, pero la venganza que me cobraré comiéndote y cagándote después no tendrá precio».
Cuando por fin consigo zafarme de esa melé de despojos humanos, saco el papel con la dirección para asegurarme de que no la he olvidado: en un salto estaré allí.
― ¡Ella! ―llamo entrando a la casa al comprobar que han forzado la puerta.
La casa no está patas arriba. Excepto por algunos cristales en el suelo, se ve en perfecto estado. Hay una caja de cartón vacía de la editorial Rising, sello bajo el que siempre ha publicado Frániquem Míller. Junto a ella hay una montaña de cenizas. Las aparto un poco con la puntera del zapato y aparecen como náufragos algunos restos de la portada de su último libro. Instintivamente, palpo el bolsillo de mi gabardina: el mío sigue estando ahí.
Oigo un gemido que procede del pasillo. Dejo atrás el baño. Con el rabillo del ojo veo los horribles azulejos blancos.
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