Iba a matarme. Ambos éramos conscientes, si, pero también de que si disparaba en ese momento mis compañeros lo detendrían de inmediato. Mientras dejaba derrumbarse mi subfusil reglamentario y alzaba lentamente las manos el tiempo pareció solidificarse. Mis sentidos en alerta eran capaces de captar el leve sonido de su revólver al amartillarse o el vaivén casi imperceptible del dedo índice abrazando el gatillo.
Me separaban de el apenas dos metros. Avancé unos centímetros en su dirección. Automáticamente el reculó, susurró “quieto” y bajó el punto de mira hacia el abdomen, asegurando el disparo. A esa distancia, me abriría un dolorosísimo agujero mortal en el estomago.
Nos respetábamos. Era conocedor que mi única opción era acercarme lo suficiente como para poder golpear el arma desviando el tiro y no parecía tener intención de permitirlo. Por su parte el solo tenía una escapatoria: la ventana a su espalda. Con apresurada rapidez giró la cabeza hacia atrás para valorar sus opciones. Le vi fruncir con disgusto los labios. Debido al calor de la tarde estaban corridas las cortinas y bajada en dos terceras partes la persiana. El último obstáculo sería accionar la manilla de la ventana de doble hoja, encaramarse al alfeizar y dejarse caer a la calle. Le llevaría menos de 20 segundos tras disparar. Demasiado. En la mitad de ese tiempo estarían en la habitación los dos GEOS que registraban la habitación de al lado.
Su parpado derecho bizqueó nervioso. Una gota de sudor se abrió camino entre mi ceja y silabeó sobre el lagrimal. Con esfuerzo dominé la intención refleja de acercar la mano para aliviar la quemazón.
.- “Ahora vas a quedarte quieto mientras abro la ventana”. Lo dijo sin emoción, fríamente. Su aparente calma alertó hasta el último haz nervioso de mi cerebro. Si le dejo abrir la ventana estaré muerto. Nunca se arriesgaría a darme la espalda sin dispararme antes.
.- “Tu y yo sabemos que nunca saldrás de esta habitación”. Mi voz me sonó diferente, metálica, hueca quizás.
.- “Hay peores sitios para morir”, rezongó mientras se oía peligrosamente cerca el ruido de mis compañeros buscando en la habitación cercana los documentos que debían incriminar a toda la banda que el lideraba.
Sin dejar de apuntarme alcanzó el tirador de la cortina y haló con fuerza. El sol que se encaramó entre los intersticios de la persiana me cegó el tiempo suficiente para que el pudiese, al percatarse de aquella insospechada ventaja, girarse con rapidez y tirar de la corredera. La persiana subió entre vaivenes plañideros haciendo desaparecer, como por encanto, los rayos de sol henchidos del polvo aéreo que aventó la cortina.
Di un paso tímido al frente. La certeza de mi inminente muerte acabó por paralizarme.
Entonces ocurrió lo imprevisto; por el reciente hueco se coló una pareja de palomas que debían haber anidado en la repisa exterior. El quedó en suspenso, impresionado por el frenético aleteo y zureos ululares. Desvió su arma para defenderse de lo imprevisto. Suficiente para mí. Ataqué.