Una gota de sudor cayó al suelo. Había corrido en exceso y ahora su respiración entrecortada le indicaba un cansancio que no había notado hasta ese momento, gracias a la adrenalina. Se reincorporó y, tambaleándose, recorrió la estrecha callejuela hasta la que le había llevado Marco Sierra, más conocido como el ‘asesino de las perlas’. El cielo, enrojecido al inicio de la persecución, se había tornado completamente oscuro. El inspector Salas se dio cuenta de que no había cogido la pequeña linterna que siempre le acompañaba. Sin bajar la pistola, agarró como pudo el móvil y lo utilizó para iluminarse. Fue en ese preciso momento en el que vio todas las llamadas perdidas de su esposa, de su madre y de su amigo Carlos. Era consciente de que acababa de perderse el quinto cumpleaños de su hija, pero no podía dejar escapar a Sierra, no una vez más. Con cuidado paseó sus pies entre las bolsas de basura y los contenedores del callejón. Sabía que allí el asesino no tenía escapatoria, pero también era conocedor de la habilidad para el escapismo de Sierra.
Llegó al final del callejón y se topó con un borracho que dormía agarrado con fuerza a su última cerveza. Dio una vuelta sobre sí mismo buscando a Sierra. Miró hacia arriba por si alguna escalera de incendios hubiese podido ser utilizada. No encontró nada. Se acercó hasta una puerta negra que servía como salida de emergencia de un pub irlandés de la calle principal. Su instinto no le falló. Tiró de la manivela y abrió. Sonrió nervioso. Las luces del largo pasillo tintineaban. Un empleado entró al pasillo. Salas le enseñó la placa y se puso el dedo índice en los labios.
Mientras subía las escaleras su móvil vibró. Puso la espalda contra la pared y miró la llamada, era el comisario. Frunció el ceño extrañado. No podía perder el tiempo. Rechazó la llamada y guardó el móvil en su bolsillo. Abrió la puerta de una patada y gritó el nombre de Sierra que, para su sorpresa, estaba sentado en una silla, completamente quieto y tranquilo, mirando hacia una ventana tapada con papel blanco y sobre la que había decenas de fotografías unidas por hilos. Era un plan elaborado. Sobre un escritorio vio abierto un joyero que reconoció al instante. Había sido un regalo de su abuelo para su madre cuarenta años antes. Alguien se lo había robado tiempo atrás. Lo abrió, olvidando la presencia de Sierra, que parecía haberse rendido, y allí halló las perlas de todas las víctimas mortales del asesino. Sobre la mesa, reconoció un segundo elemento, un anillo de sello que su padre le había regalado a su hermano. Una pieza única que solo cinco horas antes había visto en el dedo de Andrés.
– Te dije que yo solo era un peón en todo esto -resonó la aguda voz de Sierra-. Deberías ir a casa. Tu hermano ha caído. Y tu madre ya sabe que su hijo es un asesino.