Las tres y cuarto
Julia de Torres | RAM

Las manecillas que marcaban el paso de los segundos en aquel reloj de pared tembloroso se habían detenido por primera vez desde que mi memoria guardaba recuerdo. Ahora silenciosas, dibujaban un ángulo agudo entre las tres y las cuatro, delimitando el espacio vacío en el que los testigos afirmaban haber escuchado aquel gemido gutural proveniente del interior de la morada. «La casa de los abuelos» —pensé. Nadie sospechaba lo que había podido ocurrir. A ojos ajenos la estancia yacía idéntica a lo que había sido, mas si te detenías, a uno le invadía la impresión de hallarse frente a un decorado, de contemplar las piezas de atrezzo colocadas una a una por una mano ajena, tratando de capturar fallidamente el alma de aquel cuarto de estar de mis abuelos, en el que de improviso parecía implausible concebir un solo recuerdo feliz. El felino negro al que la abuela había comenzado a consentir hacía unos meses, ya inquilino habitual, permanecía inmóvil en la esquina de siempre, mas su gesto, siempre hierático, parecía ahora lúgubre. Las cucharillas de porcelana tintineaban unas contra otras creando aquel eco metálico tan propio de ese salón, pero algo en su colocación tornaba aquella sinfonía tan familiar en un preludio sombrío. La habitación parecía contener la respiración ante mi presencia; yo hice lo propio ante la suya. Mi brazo se alargó en busca de acariciar a Mao, pero el animal previó mis intenciones y se volatilizó en un respingo.

Un escozor repentino en la nuca me sorprende buscando el reflejo del tocador, de aquel que corona el mueble-espejo plagado de estatuillas que integra el sanctasanctórum particular de mi abuela. Encuentro en él el reflejo de mi espalda: parece magullada, cubierta de trazas de mi camiseta, descompuesta a jirones. Me apoyo en el mueble. No sé cómo he llegado hasta aquí. Me invade el calor, caigo al suelo, me hago un higo y sollozo mientras clavo la vista en la moqueta cubierta de polvo. Mi abuela tiene las uñas muy largas. Siempre se las cuida mientras canturrea en la mecedora de la sala de estar. Un temblor metálico me estremece. Es el péndulo del reloj de pared de la entrada; anuncia las tres y cuarto. Inhalo. Yo ya he estado aquí.