El barrio de Spitalfields era el barrio de los artesanos sederos de Londres en el siglo XVIII. Allí se fabricaban y se comerciaba con los tejidos más preciados hechos con seda cruda importada de Francia e Italia.
Anna María servía en casa del mercader hugonote Verner. Había llegado a la ciudad desde la campiña inglesa buscando trabajo doméstico. Un tío de su madre que trabajaba en el taller de un ebanista en el East End le consiguió el empleo. Anna María adoraba la seda. Todos los días observaba sin ser vista cómo los tejedores llegaban a la tienda y mostraban a Mssr. Verner sus espléndidas manufacturas: brocados y damascos con motivos florales y colores suntuosos. La chica habría dado cualquier cosa por llevar un vestido de seda.
Un día, la señora Verner la sorprendió acariciando unas yardas de damasco listas para ser empaquetadas y enviadas a una clienta. La reprendió y olvidó el asunto. Horas después, su marido entró furioso en el salón, no encontraba el paquete por ninguna parte, había desaparecido. Las miradas de los Verner se fijaron en la sirvienta. La interrogaron, la amenazaron y finalmente, la llevaron ante la municipalidad acusándola del hurto. La seda era un producto altamente costoso y la reputación del negocio de Mssr. Verner se iba a ver afectada con este asunto.
Anna María negó una y otra vez ser la autora del robo, pero el veredicto fue tajante. Condenada a trabajos forzados, pasó hambre y penalidades en la terrorífica prisión de Newgate. Sólo la mantenía la idea de probar su inocencia pero, ¿quién era el verdadero ladrón?. Sin medios para procurarse un defensor, consiguió hacer llegar un mensaje a su tío pidiendo ayuda. Emanuel conocía a su sobrina desde niña y no dudaba de su inocencia. Era urgente, por tanto, averiguar quién había tenido acceso a esa tela. Indagó y cuando estaba a punto de rendirse ante la falta de pruebas que limpiaran el nombre y la reputación familiar tomó la decisión de presentarse en casa de los Verner y hablar con ellos directamente.
Los Verner aceptaron verle a regañadientes y a escondidas, no podían permitir que su distinguido vecindario y selecta clientela les viera tratar con el tío de la supuesta ladrona. Le hicieron esperar en el entresuelo, en la cocina con la servidumbre. La espera no fue en balde. Mientras esperaba Emanuel observó y escuchó el trajín del servicio, aprovechando sus descuidos para rebuscar en armarios y cajones. Fue en un cajón donde encontró un paquete escondido entre manteles. Intrigado lo abrió y cuál no sería su sorpresa al ver su contenido: una lujosa tela de damasco igual a la que había sido robada. Sin pensarlo dos veces, cogió el paquete y, sigilosamente, subió a la estancia principal que daba a la tienda. Depositó el paquete en el mostrador, justamente donde había sido robado, y salió precipitadamente, esta vez por la puerta principal del edificio, a la vista de transeúntes y vecindario. Estaba orgulloso y satisfecho, había cumplido su cometido.