En el salón, entre el sofá y la mesa del centro donde aún quedaban restos fehacientes de cocaína, yacía fría e impávida Leire. Al cuello, a modo de boa mortal, los pantis que llevaba puestos y a lo largo de su escuálido cuerpo, contusiones múltiples propinadas con ensaño.
La casa mostraba un desorden minucioso y trabajado del que busca con ahínco y desespero cierto hallazgo concreto, y encontrado o no su desatino, quién fuese, se largó dejando la puerta abierta, sin importarle lo más mínimo cuanto dejaba dentro.
Un reguero de profesionales uniformados tomó la vivienda allanada, demostrando un adiestramiento hormiguero a la hora de tomar muestras y rastrear aquel pequeño apartamento en la periferia de La Isleta.
Aglutinados en el portal, cientos de buitres carroñeros, armados con cámaras digitales de innumerables megapíxeles y alcachofas en ristre, atentos al trasiego policial y al levantamiento del cadáver.
Solo los familiares y amigos la recordarán como aquella piba de memoria prodigiosa y amante del arte, que luchó como nadie para conseguir una plaza fija como conservadora del Museo Canario, y de su habilidad para montar fiestas, agenda en mano, siempre tan ordenada y escrupulosa.
Para el resto, Carmelo Sosa Déniz pasará como C.S.D. de 42 años, otro travesti desafortunado en fechas de carnaval. Infortunio aderezado con el bombardeo continuo de sus últimas imágenes en una cadena local, donde con el desparpajo que lo caracterizaba como Leire, justo en la plaza donde queman a la sardina, soltaba con picardía: – ¡Soy de La Isleta!, ¿Qué pasa?