El Obispo notó el punzón adentrarse en su costado con facilidad, como si se tratara de un aburrido trámite burocrático en lugar de una cuchillada salvaje y arrabalera.
No era la primera vez que lo apuñalaban, así que reconoció la sensación.
Quien empuñaba el arma era Carabás, un ecuatoriano recio y malencarado que cumplía condena por doble homicidio. A su espalda, Luis y el Largo vigilaban las inmediaciones de las duchas para asegurarse de que no había testigos entrometidos del lance, aunque no hacía falta. Los pocos que aún se encontraban por allí cuando vieron entrar a Carabás acompañado de sus secuaces, se esfumaron al intuir lo que estaba a punto de suceder.
El Obispo trató de revolverse pero, con la rapidez que dan los años de supervivencia carcelaria, Carabás extrajo el punzón y se lo volvió a clavar con rapidez en el costado, el abdomen y, por último, en el cuello.
—Esto es lo que le pasa a los chivatos —sentenció, remarcando cada palabra con una nueva cuchillada.
El Obispo quiso replicar, pero la sangre ya había comenzado a anegar su garganta, impidiéndole emitir sonido alguno. La realidad fue perdiendo nitidez a su alrededor, constatando lo cerca que se encontraba el final.
En un último atisbo de lucidez, evocó lo sucedido la tarde anterior. El ambiente estaba muy caldeado desde que la semana anterior el Hortelano fue sorprendido en su celda con una buena cantidad de caballo lista para su distribución. Al parecer, uno de los guardias le suministraba el material, consagrando un lucrativo flujo de droga y dinero que le proporcionaba un bonito plus a su ya de por sí abultado sueldo de funcionario. El celador había sido suspendido en tanto se investigaban los hechos, mientras que el Hortelano había sido trasladado a máxima seguridad, a la espera de un más que previsible aumento de su condena.
La búsqueda del chivato tenía a todos en vilo, menos al Obispo. Aquello no iba con él y, a falta de sólo unos meses para su liberación, lo último que quería era meterse en problemas.
Por desgracia, a veces son los problemas los que van en tu busca.
Tal vez no debería haber ido a la enfermería. De no haberlo hecho, no habría visto a Carabás salir de la oficina de Nervión, el jefe de los celadores, que lo despidió con una efusiva palmada en el hombro. Como si con ese sencillo gesto cerraran algún tipo de trato. El Obispo no entendió lo que había visto hasta que fue demasiado tarde.
Carabás también lo vio a él.
Carabás sólo se dio por satisfecho cuando el Obispo cayó derrengado como un trapo. Tras un gesto rápido a sus secuaces, se esfumaron tan rápido como habían llegado.
Desde el suelo, el Obispo maldijo su mala suerte y supo que todo estaba perdido. Antes de que la oscuridad se cerniera sobre él, alcanzó a ver a Carabás, el chivato, lanzarle un beso desde la puerta, antes de desaparecer.