La insistente vibración del móvil reclamó su atención. “Otra vez el comisario, pero qué plasta es este hombre”. El inspector pulsó “rechazar llamada” y volvió a fijar la vista en el local que estaba vigilando.
Un confidente le había avisado de que esa tarde habría movimiento en un almacén sospechoso, así que el inspector se había instalado en el café de enfrente, con un cortado, un croissant plancha y un periódico abierto por la sección de crucigramas, para disimular. Cada vez que el camarero pasaba junto a él y echaba un vistazo furtivo a las definiciones en blanco, meneaba la cabeza: ¡qué desperdicio de Damero, con lo que a él le gustaban!
Ya estaba por pedirle que arrancara esa página del periódico y se la diera -total, igual podía disimular con la sección de deportes-, cuando el inspector abandonó su pose relajada y todo su cuerpo se tensó, alerta. “Si fuera un perro, habría empinado las orejas”, pensó el camarero, que ya se temía que el Damero iba a volar ante sus narices.
Miró por la cristalera mientras limpiaba el mostrador con una bayeta húmeda y vio una furgoneta oscura detenerse ante la puerta del almacén. Los individuos que se apearon y abrieron los portones traseros tenían aspecto patibulario. “Ajajá, esos deben ser los tipos que el inspector estaba esperando”, supuso. El policía le dio la razón al saltar de repente de la silla y salir disparado, pistola en mano.
El camarero, emocionado, se dirigió a toda prisa hacia la mesita en la que el Damero había quedado abandonado: “si el inspector ha terminado ya su trabajo aquí, no lo va a necesitar”. Apenas había echado mano al periódico cuando estalló en la calle una algarabía, mezcla de disparos, cristales rotos y gritos de pánico. Alarmado, el hombre se lanzó de cabeza bajo la mesita, apretando protectoramente el Damero contra su pecho. El móvil del inspector, arrastrado por el periódico, se agitaba en el suelo frente a él. En la pantalla se leía: “Comisario”. Sin abandonar su improvisado refugio, el camarero alargó un brazo y contestó a la llamada del jefe de policía, al que informó a voces de lo ocurrido.
Pese a lo inconexo y atropellado del relato del buen hombre, el comisario logró hacerse una idea de la situación y envió refuerzos de inmediato. En cuestión de minutos, los criminales eran desarmados, esposados y arrojados sin contemplaciones al interior de un furgón policial, y su vehículo, repleto de obras de arte robadas, precintado y puesto bajo custodia.
Los clientes del café, tras recuperarse del sobresalto, vitorearon al camarero, que se sonrojó y restó importancia a su intervención con un gesto de la mano, aún temblorosa. El olvidado móvil del inspector lo guardó en un cajón bajo el mostrador: seguramente volvería a por él.
Pero el periódico se lo quedó: ya tenía su Damero. Y bien que se lo había ganado.