LOS ÁNGELES CAÍDOS
Dianamary Granado Balza | Dayana Grab

Alrededor de su cuello una gruesa cadena de embriaguez le apretaba las cuerdas vocales, propinando así unos balbuceos casi ininteligibles, sus torpes pies danzaban sobre los adoquines sucios de una Toledo apagada. El detective William Thomas seguía devorando una botella de su mejor alcohol, su gabardina raída era su fiel aliada en medio de un tormento que nunca cesaba. Siendo un prófugo de la sociedad londinense por su mayor fracaso en un caso de gran trascendencia, había intentado construir una nueva vida en España, pero, el diablo lo perseguía, allá donde fuese, el asesino de ángeles, lo acosaba y lo torturaba psicológicamente.
Y de nuevo, el detective perdía en este macabro juego de persecución.
Allí colgado de un saliente de la Santa Iglesia Catedral, se hallaba el cadáver de un niño, sus brazos estaban por encima de su cabeza atados con una gruesa cuerda, mientras que, sobre su espalda, nacían dos profundas hendiduras de las cuales salían dos enormes alas mecánicas hechas de un hierro afiladísimo. La sangre había dejado un extenso camino lúgubre, como un espectro atemorizado por la realidad que le acechaba.
El tétrico silencio que envolvía el escenario del crimen, se vio interrumpido por el impacto de la botella de alcohol del detective contra el suelo de piedra.
– Esto es el fin – dijo entre lágrimas – el diablo está cumpliendo con su profecía –
Justo en aquel momento en el que se hizo realidad su peor pesadilla, recordó algo que iluminó los engranajes de su cabeza. Contando con este nuevo cadáver, en total había seis niños asesinados, el patrón que los unía era que todos eran españoles de familias pobres, menos uno, la extranjera y adinerada Camille Petit Dubois, aquel hallazgo resultó propiamente polémico. En el bolsillo de su gabardina aún poseía la única nota que escribió el asesino: “protejo a mis ángeles con la muerte, ésta es su salvación”.
Los primeros copos de nieve acariciaron los cabellos del detective.
El detective se esforzó por recordar a las familias con más detalle y entonces, encontró un punto en común. Cada una de las víctimas vestían en el momento de su muerte, ropajes hechos por Emilia Castellón, una joven de la ciudad que cosía realmente bien para su edad y cuyo padre la obligaba a trabajar durante todo el día. Este hombre negociaba a todo tipo de precios, mientras sacara beneficio daba igual el bienestar de su hija. Hacía unos días atrás, el detective encontró a la muchacha apaliada en las calles, con unos profundos cortes en las manos.
– Cuánto ha tardado, detective. – dijo una voz a su espalda – Ellos no tenían la culpa, mi padre es un monstruo, al igual que los suyos. –
– Emilia ¿tú…? –
– Mi padre no cobra barato porque sí, señor…… Todos ellos les hacían cosas inimaginables.…Tenían que dejar de sufrir, yo no me merezco el cielo, así que, decidí que como esto es el infierno, los ángeles han de salvarse y con sus alas ascenderán al paraíso. –