Los ciclos de la vida
María Merino Muñoz | María

Y allí estaba de nuevo: tumbada sobre mi cama, pensando…tratando de decidir qué decisión tomar. Quería dormir. Pero no conseguía dejar de pensar en todo lo que había oído…visto…escondida tras la cortina de aquella casa abandonada a las afueras del pueblo.
Cuando esas dos pijas del instituto se metían conmigo, me escondía en esa casa para huir de ellas. Tiempo atrás allí había un castillo, y estar en ese lugar me hacía sentir una princesa dentro de un cuento lleno de magia y felicidad…pero entonces recordé:
“los cuentos siempre tienen algún problema que se debe solucionar, y los protagonistas se enfrentan a un dilema en el que deben elegir el camino correcto, por muy duro que sea”. Estuve horas pensando: ¿Qué sería lo correcto en mi cuento?
Por mi cabeza no paraban de pasar imágenes de lo que había visto. Ese hombre…tendido en el suelo…estaba muerto. La expresión de su cara era de dolor y sufrimiento, lo que me hacía recordar la escena de forma más traumática. De su costado, caían gotas de sangre que empaparon rápidamente el suelo donde esos dos bandidos le dejaron.
– Menuda fortuna vamos a conseguir- le dijo uno al otro
– Sí- Contestó el compañero- Y por un trabajo tan fácil como quitarnos de en medio a este metomentodo.
– En cierto modo me da pena- Respondió el primero
– -¡¿Pena?!- exclamó el segundo- Pena me vas a dar tú como se entere el jefe de lo que acabas de decir.
Se hizo un largo silencio, en el que contuve la respiración y centraba toda mi energía en no moverme, ni hacer un solo ruido que delatara que me encontraba escondida tras la cortina. Sólo podía ver las sombras de los dos hombres: uno alto y fuerte y el otro más bajito y delgado. Me imaginé saliendo de mi escondite y haciéndoles frente, estaba segura de que corría más que ellos, pero me podía el miedo, estaba paralizada. Me encontraba sumida en mis pensamientos cuando me di cuenta de que los dos hombres se marcharon. Yo estaba tan asustada que tardé un largo rato en salir de mi escondite. Tenía miedo de que me vieran. Cuando vi a través de la ventana como el todoterreno negro se alejaba por el camino de tierra, me acerqué al hombre que habían dejado en el suelo de la habitación. Le cogí la mano, con esperanzas de encontrarle pulso. Pero no. Estaba muerto.
Volví a mi casa lenta y pensativamente, sin ser consciente de nada de lo que ocurría a mi alrededor. Mientras caminaba decidí escribir una nota anónima y dársela a la policía. Llegué a casa, me tumbé en la cama y comencé a escribir: “Y allí estaba de nuevo, tumbada sobre mi cama, pensando…”