Los faros del camión iluminaban a los cinco afortunados, y Samín no podía pensar en otra cosa que no fuera su Carmen Rosa, en el dinero que no enviará este mes, en la casita con baño y patio interior que le prometió en el centro de Lima. Alineados en fila, un coche de marca inglesa se para delante proyectando también sus faros contra ellos. Bajan tres hombres. El amo, alto y rubio, con traje gris, y pañuelo del mismo color, habla con Vallejo:
-¿Son estos los agitadores?
-Son cinco hombres, pero no los agitadores. A esos ya se los ha tragado el
Amazonas o la selva, usted bien lo sabe -dice Vallejo, con cierta apatía.
-Da lo mismo, ellos -dice el hombre rubio mirando hacia la ciudad- entenderán
el aviso. Hoy son cinco, la próxima vez serán cien.
Carmen Rosa no conseguía conciliar el sueño aquella noche. Algo la incomodaba y la ponía en alerta, pero no sabía el qué. Dejó a su pequeña entre las sábanas y se levantó para salir. En la puerta de la casucha, cruzando los brazos sobre su vientre, se quedó esperando algo, un mensaje.
-¿Nunca le vienen remordimientos? ¿asco? -pregunta Vallejo, apurando su cigarro.
-Mi padre dirigía un matadero en Plymouth -dice desde la distancia el hombre,
apoyado en el capó de su coche mientras termina de encender su pipa-: Sangre,
carne y huesos, da igual si se matan con cuchillos, ganchos o balas. Carne somos
y carne seremos, decía mi padre. Lo importante -toma una calada de su pipa- es
saber valorar una buena carne, y para ello hay que dejar limpios los filetes,
eliminar la grasa, los tendones, las tripas y la suciedad. Ya me entiende,
comisario.
-No, amigo, es usted un carnicero vestido de seda -dice entre dientes Vallejo,
mientras tira la colilla al suelo y la aplasta con la punta de su bota.
El comisario se acerca a los cinco afortunados y les va colocando un saco pardo
en la cabeza, que se cierra con un cordón a la altura del cuello. Mientras lo hace huele el miedo que desprenden sus cuerpos, algo repulsivo al principio, mezclado con padres nuestros en español y en quechua. Nota el temblor de los pechos asustados, intuye el líquido amarillento y caliente que mancha las piernas y los pantalones de algunos de ellos. Pobres desgraciados, se dice. Terminados los preparativos ordena a sus hombres, apenas adolescentes sobreexcitados con el burdel de después, que formen en línea.
Vallejo mira al hombre alto y rubio que fuma apoyado en el capó de su
coche. Le pregunta con la mirada y este le responde afirmativamente moviendo la cabeza arriba y abajo. Volviéndose hacia sus hombres, y sin mirar a los cinco afortunados, ordena con aburrimiento y sin rabia:
-Fuego, denle pues, ¡fuego, carajo!
Las cinco velas se apagaron, mientras los fusiles bajaban humeantes. Vallejo
desenfundó la Magnum 500 y empezó su paseo.
Carmen Rosa, desde el cerro San Cristóbal, lo escuchó todo. Pero seguro que
esas balas son para otras personas, se dice a sí misma, porque siempre mueren los otros, nunca los nuestros.