Los están matando
roberto machuca serrano | penumbra

Fue una llamada telefónica aterrada: “Necesito que me ayudes…, ¡los están matando!”. Era la voz de un amigo, un sacerdote que ejercía en una céntrica iglesia de la ciudad. Después oí su grito agónico. Era medianoche y la policía halló su cadáver en las inmediaciones de la parroquia. Le habían cortado el cuello. Un asesinato por robo, dijeron. Una circunstancia que no me convenció, ni explicaba aquella invocación de auxilio. Durante días, a diferentes horas, frecuentaba los alrededores de la iglesia. Al anochecer, numerosos indigentes se guarecían en el pórtico y dormían arrebujados entre cartones. Con el alba, el barrio recuperaba su dinamismo. Un entorno comercial, del que sólo me sustraía un puesto de venta de ropa usada que un anciano, de aspecto astroso, instalaba todas las mañanas frente a las tiendas de moda más lujosas. Algunos vecinos compraban aquellas prendas sucias, extendidas en la acera. Una noche, caminando bajo el fragor de la lluvia, escuché un ruido, un rechinar metálico que procedía de un penumbroso callejón. De ahí surgió la silueta de un individuo empujando una carretilla. Enfiló una luminosa avenida y descubrí su rostro; era el vendedor de ropa, cubierto con un guiñapo de impermeable. Le seguí por las solitarias calles. Se detuvo en la gradería de la iglesia. Encendió una linterna y subió sigiloso los peldaños, aproximándose a uno de los mendigos que yacían dormidos. Se inclinó y le retiró un pañuelo que le ceñía el cuello. El anciano extrajo un cuchillo y le asió la cabellera. Era una mujer. La degolló. Me arrodillé, paralizado. El asesino arrastró el cuerpo sobre los escalones encharcados de agua y sangre, acomodó el cadáver en la plataforma del carro y aprehendió con firmeza las empuñaduras. Vi luces en las ventanas de los edificios colindantes, numerosas miradas. Nos observaban. La calle no dormía. La lluvia silenció mis gritos implorando ayuda. Alguien me golpeó y caí inconsciente. Cuando desperté, el cielo reflejaba una luz intensa y las avenidas bullían de actividad. Encontré en el suelo el pañuelo de la mujer asesinada. Aturdido, vislumbré el macabro tenderete del anciano, con su repugnante mercancía. Allí se hallaba la vestimenta húmeda de su víctima, tal vez con la de otros mendigos inmolados. Cerca, una pareja de policías paseaba. Les mostré el pañuelo ensangrentado, la prueba del crimen. Quería que lo vieran todos. Los agentes aproximaron sus manos a sus armas. Los transeúntes se detuvieron y me observaron, quizá los mismos que presenciaron el asesinato desde sus casas. Parecían expectantes. Una nausea atroz me ahogaba. Reconocí la naturaleza de esas gentes y en mi mente se dibujó la hoja afilada de un cuchillo que portaba un ser ajeno a cualquier ley moral o divina. La calle se había silenciado. Esperaba mi reacción. Sentí miedo. Dejé caer el pañuelo sobre la ropa infecta y me alejé, despacio. La avenida recobró su frenético ajetreo y pronto me confundí entre la confortada multitud.