Vi un pétalo en mitad del corredor. El amarillo mate contrastaba con el reflejo nacarado de mi piel, y su textura suave y orgánica resultaba casi anacrónica. Irreal, como todo en aquel caso.
—Aquí la agente Raus —hablé por el comunicador de mi muñeca—, sigo una pista en el sector 3A.
Apresuré el paso siguiendo el rastro sutil de aquel perfume floral, con aquella imagen del rojo líquido sobre dorado persistente tras los párpados. Llevaba varios años en el cuerpo de Agentes del Orden de Selenia, la ciudad más importante del Hemisferio Oscuro, y en todo ese tiempo los delitos de sangre se limitaban a cuentos e historias del pasado.
El comunicador parpadeó y reprodujo la voz de mi superior.
—Casi todas las unidades tienen órdenes de escoltar a los demás embajadores. Enviaré a alguien lo antes posible. —Hizo una pausa—. Ten cuidado, Ferippa.
En realidad estaba sola, lo sabía. La embajadora Cselin tenía pocos simpatizantes en sus ideas pro-terráqueas; la mayoría de agentes le daría carpetazo sin investigar.
Y allí había algo grande.
Era un ataque demasiado atrevido. Brutal y certero. Ni siquiera ocultaban el rastro, que me llevaba hasta una de las torres de observación, sin rodeos. La vi nada más atravesar el umbral.
Era pálida, pero carecía del brillo plateado de la mayoría de los selenitas, y del centelleo dorado de los ciudadanos del Mar de la Tranquilidad. Su piel mostraba el tono rosado que los habitantes de la Luna escondían con tintes metalizados, una moda convertida en símbolo de independencia de la Tierra. En sus manos sostenía tres grandes girasoles.
—¿Por qué? —pregunté sin poder contenerme.
Las dos sílabas flotaron por la cúpula acristalada del observatorio. Ella, sentada junto al telescopio, no desvió la mirada del ventanal. Sus pies descalzos se mecían sobre el vacío. Ascendí las escaleras, alerta por si hacía algún movimiento extraño, pero permaneció tranquila.
—¿Sabe por qué estas flores son el emblema de la colonización de la Luna, agente? —preguntó de pronto. Su voz suave y apacible no encajaba con sus manos teñidas de rojo.
—Los girasoles son hiperacumuladores —repuse—, se usan para eliminar la radiación y los metales pesados del terreno. ¿Qué tiene que ver con…?
—Los colonos no los trajeron consigo —me interrumpió—, la Tierra los envió tras una grave fuga en un reactor nuclear. Sin embargo —sus ojos castaños se posaron en mí por fin—, cuando la Tierra necesita ayuda le damos la espalda.
Parpadeé sin comprender.
—La embajadora del Mar de la Tranquilidad era de los tuyos, estaba a favor de ayudar a los terráqueos.
—Era blanda, una burócrata. Su discurso de esta mañana fue hermoso, pero inservible. —Se encogió de hombros—. Su muerte en la capital de los anti-terráqueos la convertirá en una mártir.
Sacudí la cabeza y cogí las esposas.
—Estás detenida.
Ella sonrió. Era una sonrisa pequeña y triste.
—Seguro que no es mala persona, agente, pero la causa de Los hijos de Gaia es demasiado importante. Lo siento.
Pegó el ramillete a mi nariz. Su aroma me asaltó, dulzón y penetrante. Lo último que pensé es que los girasoles no tienen olor.