LOS NUEVOS BUENOS MALOS
Ángel Abril Larrodé | ABAL

‘-Ya lo ve, este trabajo no es lo que era. Antes entrabas en un sitio como este, pegabas dos hostias, te tomabas un whisky, te echabas un par de cigarros y te ibas sin pagar ¡Ah! y si se terciaba te hacían una mamada pero, ya no…, ya no……
Las últimas palabras las dejó caer a la vez que el humo del cigarro lo sacaba de la garganta y miraba el cartel que colgaba de la pared del establecimiento “PROHIBIDO FUMAR”. Luego lanzó la colilla sin perderla de vista, hasta que llegó al suelo.
-Y ahora, ni se pegan hostias, ni te la chupan, ¿Dónde hemos ido a parar?
Y se aferró al vaso de whisky como si fuera lo único que le quedaba de aquellos tiempos.
Su compañero lo miraba asqueado pero, no abrió la boca. Lo que sí pensaba era que personajes como él no hacían bien a la nueva imagen del departamento, eran como una reliquia del pasado que lo mejor sería deshacerse de ellas cuanto antes.
-Será mejor marcharse, tengo que pasar por comisaría.
-¡Por su puesto! Lo que diga el Sr. Inspector.
Le respondió con ironía. El inspector le ayudo a levantarse pero éste le empujó.
-¿Se cree mi niñera?
Levantó los brazos y dejó que se fuera tambaleando.
Cuando salieron hacía frío y la calle estaba mojada.
-Abríguese no se le vaya a enfriar el pajarito.
Y le soltó una carcajada.
Sus constantes insinuaciones a las partes genitales que le solía hacer sólo hacían que empeorar su criterio, no lo aguantaba más.
Al llegar al cruce con la avenida se despidieron, se quedó aliviado al perderlo de vista. Entró a la comisaría, recogió una carpeta y salió.
Eran las cuatro y diez de la madrugada, ni un alma en la calle y sus pasos resonaban entre las fachadas de los edificios. Giro a la izquierda para dejar la avenida, las calles se hacían más estrechas y también más peligrosas. Aligeró el paso cuando de improviso y de lejos oyó unos gritos, levantó la vista hacia el final de la calle y pudo ver como unos tipos le estaban pegando una paliza a otro, se puso a correr pero tal como iba avanzando fue aminorando la marcha.
-¿No es?
Sí, era su compañero, un sentimiento de justicia le había hecho ir parando hasta detenerse, dejando que aquellos rompe piernas acabaran la faena. Se quedó medio oculto entre las sombras de un portal y cuando se fueron, salió del escondite y se acercó. El cuerpo estaba inmóvil, tenía la cara hecha un cromo, le habían pateado bien, los ojos hinchados, la boca partida y varios dientes por el suelo.
-¡Vaya, hijo de puta! Hay gente que tampoco quiere cambiar.
Se agachó, aún se le escuchaba respirar pero, con dificultad, puso su boca en su oreja y le dijo.
-Pero no saben hacer bien su trabajo.
Sacó una navaja que guardaba en el calcetín y sin ningún miramiento se la clavó en el cuello.
-Ves, nada ha cambiado.