Había empezado a llover otra vez y los fogonazos de los relámpagos atravesaban los cristales del coche policial mientras aquella máquina luchaba por mantener el equilibrio con cada brusco giro que daba por las angostas y empapadas calles. Dentro viajaba el comisario Thomas Mason, un hombre que pasaba holgado la cuarentena y a cuyo rostro se abrazaba una espesa barba canosa. A su izquierda, de copiloto, un delgado muchacho al que todos apodaban ¨Will¨ y que no llevaba más de un par de años en el cuerpo de inspectores de la policía londinense limpiaba los cristales de sus gafas empañados con el borde de su camisa.
– Ponme al día ¨Will¨, ¿quieres? -decía Thomas clavando la vista en la carretera, intentando que la lluvia no lo cegase mientras mordisqueaba la boquilla de su cigarrillo.
– Sí, por supuesto -respondió trabajosamente el muchacho rebuscando entre las hojas de una libreta que traía siempre consigo- Hemos recibido una llamada a la central exactamente a las doce y dos minutos de la noche. Se trataba de un hombre que se identificó como James Smith, estaba muy nervioso y apenas podía articular palabra. Dijo que encontró el cadáver de un niño en un avanzado estado de descomposición en el interior de un callejón cerca de su domicilio; estaba envuelto en un saco y, por lo visto, oculto entre unos contenedores. El hombre advirtió que era de vital importancia que acudiéramos lo más rápido posible y tras eso la llamada se cortó. No pudimos volver a establecer contacto con él.
– ¿Otro caso de abandono de niños?
– No lo creo, el hombre parecía muy preocupado. Uno ya no se altera tanto por un niño al que una madre ha desechado, no en los tiempos que corren. Creo que es importante, debemos darnos prisa.
– Está bien, tú ganas chico- sentenció Thomas y acto seguido chirriaron los neumáticos del vehículo sobre el asfalto por el incremento de la velocidad.
Cuando llegaron al lugar, un rincón de un podrido suburbio industrial donde abundaban los edificios levantados en un ladrillo viejo y pesado y de cuyas fachadas podridas supuraba una fuerte humedad, se encontraba atestado de coches policiales y agentes registrando el sitio. Bajo un pequeño balcón, al refugio de la increpante lluvia, se resguardaba quien identificaron como el autor de la llamada.
– Quédate aquí, no tardaré- dijo Thomas bajando del coche y arrojando el cigarrillo ya consumido a un charco.
Se asió bien el sombrero y se acercó a aquel misterioso hombre que no cesaba en frotarse las manos e insuflar aire en su interior en un intento por combatir el frío de la madrugada. Su rostro era el de alguien que ha visto a la muerte cara a cara; alguien que ha visto su reflejo en los ojos oscuros y profundos de la Parca.