LOS OJOS TRISTES DE JUNE
Ricardo José Gómez Tovar | Gunga Din

“Tengo en mi poder un documento comprometedor para el acusado”, dijo el fiscal en el juicio. Y ciertamente lo era. Ahí estaba mi confesión indirecta, escrita con caligrafía angulosa y letras inclinadas hacia la izquierda, síntoma del introvertido nato para cualquier grafólogo. Aquel inoportuno papel condensaba en menos de treinta renglones el único error irreparable que había cometido en mi vida. Una vida nada excepcional y más bien aburrida, por cierto. Probablemente, el nombre de Raymond Lancaster no les diga nada. Corresponde a un prestigioso industrial siderúrgico de Pittsburgh. Ya saben, altos hornos de altos vuelos. Mi anémica cuenta corriente jamás me habría permitido moverme en los mismos círculos que Lancaster, un cuarentón con hechuras de galán hollywoodiense a lo Errol Flynn, pero el destino se encargó de realizar los ajustes adecuados para facilitar nuestro encuentro. ¿Adivinan cómo? A través de los ojos bellos pero tristes de una atractiva mujer. Me explicaré. Siempre he sentido debilidad por las mujeres de ojos tristes. Despiertan en mí las ganas de dejarlo todo para acudir en su ayuda inmediata, de sondear el fondo de esa melancólica mirada en busca de una posible reparación del mal que las aflige. Llámenme romántico empedernido, si lo prefieren. El caso es que June, pues tal es el nombre de la mujer que me condujo directamente a las redes de Raymond Lancaster, estaba en el lugar adecuado en el instante preciso. Caía en Pittsburgh una lluvia que parecía estar hecha de pedernal y cenizas. Yo llevaba paraguas y June no. La marquesina del hotel no podía albergar más transeúntes empapados, y ahí es donde entraron en escena los ojos tristes de June. Me magnetizaron de tal forma que ni siquiera recuerdo cómo llegamos a aquel restaurante italiano con manteles de cuadros y litografías venecianas. Minutos después, brindábamos con Chianti a la salud de la lluvia que nos había unido. Si pudiera volver a empezar, volvería a brindar con June, me zambulliría nuevamente en sus ojos de gacela asustada, aunque no aceptaría por nada del mundo la propuesta de su jefe, Raymond Lancaster. ¿Por qué accedería a escribir un falso reportaje sobre la historia de su fábrica? ¿Por qué me dejaría convencer para incluir la noticia de su fallecimiento en un libro conmemorativo encargado por alguien que estaba tan vivo como yo? Seguramente opinarán que me falta discernimiento, pero un periodista no debe extrañarse de los actos ajenos. En mi descargo, añadiré que nunca fui buen juez de mis semejantes. Mi relación con June adquirió mayor intimidad al tiempo que Lancaster iba tirando del hilo hacia sus aviesos propósitos. No me percaté de que June y Raymond me estaban utilizando para que hiciera desaparecer públicamente al director de una empresa en quiebra. Mientras yo escribía la historia de su desmantelado imperio, él escribió mi nombre como testaferro de aquellas ruinas que arrogantemente presidía. Ambos amantes desaparecieron sin rastro en la noche. Pero no me oirán llorar por ello. Ya les dije antes que siento debilidad por los ojos tristes.