LOS PREJUICIOS PELIGROSOS
José Hernández Vicente | Lilith

Me despierta la cabalgata de las valkirias. El móvil del trabajo.
– Buenos días.
– Buenos días, Suarez. Necesito sus servicios.
– Perfecto, ya conoce mis tarifas.
– Sólo tenemos un mes ¿es posible?
– Sí. Envíeme pronto, donde siempre, la documentación.
Un nuevo encargo; lo cierto es que no podía quejarme, el trabajo casi me desbordaba; eran buenos tiempos. Lógico por otra parte, si tenemos en cuenta que era una de las dos o tres personas más capacitadas para este empleo en todo el país. Es un oficio delicado; algunos lo llaman “ejecutor” pero a mí me gusta más “negociador”, me parece menos prosaico; hago que quien contrata mis servicios, interactúe, a través de mí, con otras personas a las que no quieren ver. Desde esta perspectiva también podría considerarme una especie de médium. En cualquier caso, cotizo en autónomos como profesional liberal.
No existe una titulación específica para este trabajo, pero es muy importante saber de anatomía humana y de física y química, y practicar artes marciales. Estudiar cada caso con detenimiento, trazar un plan y cumplirlo a rajatabla. Las sorpresas o imprevistos son peligrosos e indeseables. Hay que tener don de gentes, ciertos conocimientos de sicología. A fin de cuentas, tratamos con personas, en su mayoría desconfiadas hasta la paranoia. Es fundamental ganarse su confianza, seducirlos, hacer que participen voluntariamente, en la medida de lo posible, en la resolución de sus casos. Es conveniente vestir de manera adecuada y correcta, siempre acorde al entorno y a las necesidades del momento, y tener mucha discreción. Por poner un pero diré que, no me gusta trabajar con mujeres: están más en guardia y son menos pueriles y confiadas que los hombres.
Mi último trabajo ha sido don Reinaldo. Un catedrático jubilado. No sé a quién le sobraba. Tuve que desplegar todos mis encantos para convencerle de que se comiera ese exquisito pez globo que le cociné en su casa. Le sentó fatal, claro.
Las cinco y media. Me voy a la carrera, en media hora he quedado en el bar del embarcadero con un cliente. Un caso en el que llevo trabajando casi dos meses; espero darle carpetazo hoy mismo.
Ahí está, esperándome, tan puntual. Tomamos un café, charlamos y le sugiero pasear por la orilla del pantano. Nos sentamos en un banco apartado, rodeados de altos juncos, cerca del agua. Le doy conversación y mientras le miro fijamente a los ojos, me suelto la melena y me acerco a él, y en lugar de darle el beso que espera, le clavo en el corazón el pincho de bambú que me sujetaba el moño. Limpio y rápido.
Algo que me sigue fascinando todavía es la mirada de sorpresa con la que mis clientes pasan a la eternidad ¡Que hatajo de necios irredentos! muchos se sienten amenazados, en peligro, están alerta, pero todos dan por supuesto que nunca les va a mandar al otro barrio alguien como yo.