Hola Sara.
Te escribo esta carta para comentarte lo ocurrido la semana pasada en el seminario de meditación.
“Sara era una buena amiga que tuvo que marcharse a Francia para impartir clases de español. Ella era la única persona que conocía dentro del grupo de meditación.”
El miércoles siguiente a tu partida nos reunimos como es habitual en el convento.
Pedro, el músico; Pablo, el nuevo; Silvia, la peluquera; Gabriel el profesor; Cristina, con su sonrisa habitual; María Jesús; Franco, el diseñador, y el enigmático Carlos.
Todos los silentes llegamos al convento. Todos los desconocidos para nosotros mismos.
En el patio nos saludamos. Era la tarde de un miércoles gris que amenazaba lluvia y no se prestaba a mucha conversación.
Entramos y subimos por las escaleras a la sala capitular. En la sala de al lado dejamos los abrigos, móviles y zapatos.
La sala de meditación estaba a oscuras, iluminada únicamente por las seis velas que estaban en el centro junto con el icono. Alrededor, y en círculo, estaban las sillas, zabutones y banquetas.
Los silentes tomaron asiento.
Como es habitual, el seminario estaba presidido por Cristina, quién hizo sonar el cuenco tibetano a golpe de baqueta. Enfrente de mí estaba Carlos con aspecto hierático, como sin sentimientos, sin expresión. A continuación, los demás silentes, los demás desconocidos, los demás buscadores.
El sonido del cuenco cantor se prolongó durante unos segundos, después se hizo el silencio. Todos los silentes teníamos los ojos cerrados.
Poco a poco el parloteo de mi mente cesaba, sentía mi cuerpo relajarse y repetía la jaculatoria. En mis oídos solo había silencio y un leve zumbido, persistente, de la baqueta.
“Silencio, silencio, silencio, repetía en mi interior”. Conciencia, conciencia, conciencia, resonaba.
Perdí el sentido del tiempo, simplemente no existía. Pero algo me inquietó de forma súbita en mi interior. Surgió una lucha por abrir los ojos. Lo hice y los silentes no estaban en la sala. Las sillas vacías, sin sus ocupantes.
Pero Carlos sí estaba en su silla, sin aliento, con ojos desorbitados, sin vida, como si su alma hubiera escapado de su cuerpo. Estaba inerte, de aspecto gacho. De su cuello colgaba un rótulo que decía: “hablo mucho, pienso mucho, necesito silencio”.
“¿Qué había ocurrido?”, no dejaba de decirme a mí mismo. Carlos estaba muerto. “¿Cómo?”, “¿Quién había sido?”. El silencio inundaba la sala; solo el inerte Carlos y yo éramos sus espectadores
La ansiedad, la inquietud y el miedo se apoderaron de mí. De repente, oí de nuevo el sonido de la baqueta que golpeaba el cuenco. La meditación había terminado.
Abrí los ojos y los silentes estaban todos allí, en sus sillas, zabutones y banquetas. El silencio se rompió. Los meditadores empezaron a conversar entre sí; Carlos, también.
Este se acercó donde yo estaba.
-¿Cómo te has sentido en este silencio?-preguntó.
-Bien-respondí-.Aunque algo aturdido
Carlos me contestó, ya sabes. Yo siempre vengo al seminario porque hablo mucho, pienso mucho y necesito silencio.
Y así ocurrió, Sara. Quizás la vida sea solo una apariencia, solo una ilusión, una escuela de almas.