LOS SOBREVOLADOS
Núria Ribas Pérez | Eneri Olop

‘- ¿Qué es esto?
– ¿El qué, jefe? – preguntó sin mucha convicción el pinche de cocina.
– ¡¡¡ESTO!! – estalló el señor M señalando dos dedos humanos amputados mezclados entre los desechos de la basura.
La ira normalmente enrojece el rostro de una forma llamativa. Al señor M, en cambio, la rabia le provocaba el efecto contrario: su piel se transfiguraba en papel de fumar dejando traslucir diminutos capilares, ríos azules alterados por la cólera. Ese extraño efecto causaba la reacción equivocada en su interlocutor, que no interpretaba como signo de furia la repentina piel albina sino como aviso de inminente desmayo. Presto a recoger al señor M en cuanto se desplomara, el oyente se aproximaba a él con los brazos extendidos. Esa actitud exasperaba todavía más al señor M, aumentando la blancura de su rostro. Pero el pinche conocía bien la metamorfosis inversa de su jefe. Ni se le pasó por la cabeza extender sus brazos hacia el señor M.
Ambos quedaron inmóviles, mirando fijamente las dos falanges. El murmullo de la clientela a esa hora del mediodía les llegaba amortiguada por las gruesas puertas batientes de la cocina. Era el restaurante más lujoso de la ciudad, aunque es necesario contextualizar el término, porque ese atributo en uno de los agujeros negros del país tenía otro alcance.
Nos encontramos en una pequeña ciudad de provincias, en medio de un país relativamente próspero, pero solo en sus extremos. El territorio intermedio entre ellos podía sobrevolarse sin detenerse, porque era un páramo hecho a golpe de deslocalizaciones industriales, de pueblos vaciados y campos a duras penas cultivados. Algún núcleo urbano diseminado a lo sumo. Y solo porque en algún lugar tenían que sobrevivir los que ni en sueños podrían jamás pertenecer a los Extremos Extremadamente Enriquecidos, los EEE.
El señor M era un sobrevolado. Podía haberse arrastrado como un gusano explotado para formar parte de los EEE. Pero vio claro que era mucho más rentable ser cabeza de ratón que cola de león. Aunque llamar al territorio sobrevolado ‘ratón’ excedía a la realidad: era una cucaracha negra, repugnante, y solo llamaba la atención de los ególatras EEE como lugar ideal para operar corrupciones, cohechos y depravaciones varias. También para saldar cuentas entre los que jamás compartirían mesa con los sobrevolados. El señor M había sacado provecho de esta circunstancia muchas veces, ofreciendo su restaurante como escenario anónimo en intercambios a veces pacíficos, a veces sádicos, a riesgo de que algún día esos escarceos sanguinarios le salpicaran.
– Cagüen mi estampa – masculló el señor M, todavía lívido, observando a través de los ojos de buey de las puertas batientes de la cocina.
Allí, en la mesa doce, un hombre delgado de tez roja y con traje oscuro le miraba directamente. La palidez del señor M se desorientó: ya no sabía si su razón de ser era la rabia o el terror. El hombre apoyaba sus manos sobre la mesa, con sus ocho dedos bien separados, como señales luminosas justo antes del desastre.