Claude tenía miedo. Su padre sujetaba un hacha de guadaña con ambas manos y apuntaba a su cabeza, enloquecido. Cerró los ojos y trató de recordar en milisegundos esa oración que Don Augusto le repetía en primero de EGB y que, tras abofetearle repetidas veces, no memorizaba.
Nunca creyó en nada y, ésta vez, se conformó con suplicar a las energías superiores –no a los fondos de inversión-, cuando surgieron lágrimas sentidas como riachuelos, que casaban a la perfección con ese silencio interminable, que significaba su ejecución.
Pero un disparo, una señal de arriba, acabó con su angustia. Temblando, despertó de esa pesadilla, con el cuerpo de su padre tumbado boca abajo, frente a él; tenía una herida abierta detrás de la cabeza del tamaño de un higo chumbo.
Dos metros más adelante, estaba un señor de unos treinta años, con una bomber verde salpicada de parches de aviación, muy desaliñado y, quizás, recreando en exceso la pose final del disparo. Le había salvado la vida. “Soy el subteniente Gutiérrez. ¡Tírate al suelo, puede haber francotiradores!”. Acababa de perder a su padre, sin comprender absolutamente nada. Le llevaron a la casa y Gutiérrez le dejó en manos de un equipo de psicólogos, mientras los investigadores del escenario hacían su trabajo.
Mamá bajó por la escalera recta de estilo imperial que daba al salón rosa, dejando de manifiesto su clase. Llevaba muy bien la borrachera y, obligada por su estricta educación, no mostraba estar especialmente afectada por la irreparable pérdida. Una diosa esculpida de ébano que, entre el octavo y noveno escalón, perdió el paso para caer sutilmente en los rápidos y confortables brazos de Gutiérrez, quien, siempre atento, realizó un salto felino envolviéndola en su regazo, cual croissant, dejando este grosero detalle en una anécdota. Si no fuera por la prominente erección que produjo en el subinspector ese contacto con su madre, todo sería normal, pero esta evidencia en sí era una prueba clara de un posible flirt.
La mamá no se conformaba… Fue aligerando su bata coralina, mostrando sus todavía firmes atributos al personal. Era habitual en ella mendigar ese tipo de atenciones, lo que sacó de sus casillas a Gutiérrez que, fuera de sí, pasó a tutearla diciéndole: “¡Serás zorra! ¡No hay manera de tener algo serio contigo!”
El silencio inundó de nuevo la sala y Gutiérrez, esta vez sin aspavientos, salió por patas saltando por la terraza que daba a los jardines del ala oeste. Nunca más se supo de él. En anteriores redadas, requisó diversas sustancias entre las cuales el LSD sirvió -junto al chinchón de las cuatro con el café- como reactivo perfecto para que un hombre sereno y cabal se convirtiera en un asesino indómito y despiadado. Mi madre le olvidó deprisa y yo, un pobre huérfano desolado, heredé a los dieciséis una finca con dos mil hectáreas y dinero suficiente como para abrir una cadena de moteles de carretera con derecho a una carga rápida por estancia, para coches eléctricos, no híbridos enchufables.