LUCES FLUORESCENTES
Vicente Ráfales Riera | drvira

Ya, de otras aventuras por aquí contadas, conocemos a Max, el pequeño ilusionista de 14 años, hijo del Gran Carler, que había nacido en un seno de una familia de Magos ilusionistas, que recorrían a finales de 1910, las ciudades más importantes de Europa.
En el momento de nuestra historia, se encontraba la compañía del Gran Carler actuando en el teatro Arnau de la ciudad de Barcelona, llevaban en cartel 15 días y debido al gran éxito de taquilla, el empresario les prorrogó un mes más.
La familia y los componentes del grupo, como era costumbre, se habían desperdigado en diferentes hoteles de la ciudad. En algunos casos en donde las actuaciones se preveían de larga estancia, alquilaban una casita próxima al lugar de trabajo.
Este fue el caso del padre de Max, alquilar una pequeña casa en la falda del Tibidabo. La construcción se adentraba en la montaña y gracias a su inclinación, desde sus ventanas, ofrecía una bella estampa de toda la ciudad de Barcelona.
Max, una noche de madrugada, apoyado en el alféizar, admirando las luces vibrantes de la ciudad, ocurrió el caso que, gracias a los dotes de aprendiz de Mago, pudo ayudar a resolver el misterio a la policía, que entró en juego más tarde.
Más abajo de su casa, se veía la azotea rectangular de una casa y allí vislumbró unas luces muy pequeñas de color verde que se movían de forma arrítmica, creando una danza inverosímil de giros rápidos y repetitivos.
Se quedó mirando la luz hasta que aquella desapareció, sin poderse observar en la oscuridad de la noche nada más. Se fue a dormir sin pensar en ello.
Al otro día, sólo se comentaba en el barrio el asesinato de la esposa del dueño de la casa de la colina, ocurrido la noche anterior.
Se decía, que a la señora la habían asesinado, cuando al parecer perseguía a los ladrones, que habían entrado por el tejado, bajado a las habitaciones y habían introducido en un saco todo objeto que de valor encontraban. Se ve que la mujer los descubrió, ellos huyeron por donde entraron, ella los siguió y los alcanzó en el tejado. En un forcejeo, a ella la golpearon ferozmente con algún objeto causándole la muerte.
No se había encontrado el arma del crimen, sólo se encontraron desperdigados por el suelo de la terraza, un montón de los objetos robados, caídos durante la lucha.
La policía había interceptado y detenido a los tres ladrones, pero ninguno se hacía autor del crimen, ni con qué arma se causó la muerte de la señora.
Cuando terminó el contrato del Gran Carler, y salían de Barcelona, aún en la prensa se anunciaba del caso Tibidabo, donde persistía la negativa de los ladrones en delatarse mutuamente, Max, echó una carta al correo dirigida a la policía. La nota decía:
“Entre los objetos encontrados en el suelo de la azotea, busquen un reloj despertador grande. Allí están las huellas dactilares de su homicida”.