Los zapateros observan desde la comisura del río el andar cansino de Mateo, que dirige un detector de metales hasta las ruinas de una antigua labranza. Los cascos le impiden escuchar el discurrir del agua. Sus trekking del cuarenta y seis, con cada uno de sus pasos, dejan secuela sobre los diferentes capullos que quieren empezar a florecer. Las piedras se amontonan en la zona de la puerta. El hueco de una ventana deja entrever las malas hierbas que han crecido entre los restos caídos del ya inexistente tejado. Una encina da cobijo a la desangelada morada. El aparato, en su estreno, le guía con un pitido hasta el borde del árbol. La pantalla LCD muestra la detección de un metal. La intensidad del sonido le incita a quitarse los auriculares en diadema, permitiendo que un mechón anaranjado le caiga sobre el ojo izquierdo. Se arrodilla y con una pequeña pala, incluida en el kit, comienza a retirar la tierra. La punta de un roído monedero asoma entre las pequeñas raíces de las plantas. Lo extrae con cuidado. El cordón de una pulsera serpentea en su interior. Sonríe. El aparato que comprara por Amazon en un arranque de antojo tras tragarse una de esas películas juveniles de aventuras, funciona. Continúa escarbando. La diminuta pala topa con algo más duro. A dos manos continua su andadura. Siente como el dedo meñique se queda enganchado. Sin pensarlo, tira de él, arrastrando a la superficie una pelvis humana. Mateo se aparta súbitamente, dejando caer su cuerpo encuclillado sobre las piedras que bordean la casa. La respiración agitada hace eco en aquel lugar apartado del valle. Siente como el latido de su corazón rebota en las sienes. Con los pies ha debido de golpear la pequeña cartera que ahora se encuentra a varios metros de él. Se arrastra hasta ella. La vacía, dejando caer sobre la tierra una esclava de oro. En ella, un nombre tallado: Lucía.