MADAME BOVARY
Jacobo Rufete Martínez | Sr. Pachet

El sonido que producen las gotas al ser golpeadas contra el vidrio ocupaba la mayor parte de aquella habitación, dejando únicamente espacio para varias mesas, un barman que fregaba vasos ya prístinos, dos conversaciones ajenas originadas en las esquinas más alejadas del local (deducidas por el rumor constante que de allí provenía y de la luz de cigarrillos a medio consumir que revoloteaban entre girones de negrura) y una mujer, de cabello cobrizo, embozada en una gabardina larga, beige, y sin sombrero, sentada en una de esas mesas, ajena (a medias, como el cigarrillo) a ambas conversaciones, y despreocupada por completo de los fanatismos higiénicos del barman.
Toda su vida se había creído dueña de su destino, pero, a decir verdad, nada de todo aquello le pertenecía; ni siquiera el zumbido de sus propios pensamientos que, sin éxito, intentaban sobreponerse al repiqueteo constante de las gotas contra el cristal.
Desde donde estaba sentada, enredada en la madeja de ideas y con un café frío sobre su mesa, observaba, detenidamente, a través de las ventanas del establecimiento. Sus ojos siempre llegaban a dos borrones inmóviles situados justo enfrente, al otro lado de la calle; uno de ellos con nefastas intenciones, el otro acompañaba al primero con un tambor rotatorio semiautomático. Así que continuó en el bar, meciendo uno de sus largos cabellos, mientras dejaba enfriar, un poco más, el café que se había pedido a media tarde.
Para cuando se hubo mentalizado de que su encuentro resultaba inevitable, ya eran pasadas las nueve y había dejado de llover (el barman estaba seguro de la hora, había pulido el reloj tanto o más que los vasos). Tragó aquel brebaje de sopetón y suspiró. Se merecía al menos eso, un suspiro. Un suspiro no es mucho, pero en algunas ocasiones es suficiente, y con ese le bastó.
Decidió entonces salir.
Un pie tras otro, abrir la puerta, la calle, no llovía, contacto directo con sus perseguidores, cambio de ritmo en las pisadas, necesidad de huir más deprisa, un disparo, alguien desplomado en el suelo.
Gritos.
Policía. Peritos.
Rotativas. Escándalo. Rumores.
Avancé rápidamente con mis dedos por el periódico, desde el sensacional titular que rezaba “Madame Bovary; asesinada” hasta el pie de la imagen a media plana que mostraba su cuerpo emponzoñado en sangre, su sangre. El suelo húmedo y su pelo cobrizo completamente desordenado completaban el cuadro; leía debajo «uno de los cabellos del bar coincidía con el de la mujer».
Había repasado aquellas palabras un centenar de veces, era un caso difícil de resolver, y la policía no había avanzado en lo que denominaban “un tiempo crucial”.
Apuré mi copa de oporto, me permití (en contra de las recomendaciones del doctor) dar un par de caladas más al puro que me acompañaba aquella mañana y acto seguido abandoné mi alcoba, sumergiéndome en el nuevo mar de intrigas que la marea, por suerte o por desgracia, había dejado varado y a mi alcance, en aquella calle de París.