Los últimos meses fueron un infierno para Laura y todo su pueblo por la desaparición de su hijo pequeño Jaime, cuyo cadáver encontraron en el bosque recientemente. Desde el principio, la investigación apuntaba a alguien del pueblo como autor del crimen, generando una profunda paranoia y desconfianza entre los vecinos. Solo una persona en la que confiase Jaime pudo engañarlo para llevárselo el día que desapareció. El asesino sabía dónde estaría y cuál sería el momento adecuado para llevárselo sin ser visto.
Laura dejaba atrás el comedor en donde confirmó sus sospechas y disparó en la pierna al asesino de su hijo, siguiendo el rastro de sangre que se pintaba en el suelo del piso.
Ajustó su mano de nuevo, volviendo a asegurar el agarre en la empuñadura del revólver. Pesaba mucho. Solo por un acto reflejo, al intentar ser atacada con un cuchillo, es que fue capaz de disparar, sin pensar ni calcular, al hombre que se arrastraba.
Nadie sospechó en ningún momento de la persona que estaba junto a Laura todo el tiempo, consolándola y pasando las noches en vela esperando una llamada de la policía con novedades, y buscando a Jaime por el monte junto al resto de sus vecinos.
El asesino desistió en su huida y se apoyó contra un armario, frotándose y llorando por su herida. Usaba sus dos manos para evitar la hemorragia, pero la sangre se negaba a dejar de brotar.
―Por favor ―suplicó―, llama a una ambulancia.
Laura, furiosa por la petición, levantó el revólver, preparando el martillo para otro disparo. El peso del arma empujaba su fatigado brazo hacia el suelo, sintiendo cada parte: el robusto cañón, el tambor con las cinco balas que le quedaban y la tensión creciente del gatillo, oponiéndose a dar muerte al hombre.
Solo podía ser él. Él, que vivió con ellos todo este tiempo, conociendo toda su vida y sus rutinas. Era invisible, si no fuera por un detalle que finalmente hizo que Laura lo descubriese. A parte de su madre, solo quien se llevó y mató a Jaime podía saber que calcetines llevaba el día que desapareció. Los mismos calcetines, que este asesino describió que le faltaban al cuerpo cuando, casualmente, él fue quien lo encontró un día de búsqueda.
―Te lo ruego Laura, no me mates. Soy tu hermano. Confesaré todo, te lo juro.
La imagen de Jaime suplicando y llorando a su tío por su vida, como su hermano hacía ahora, pasó por su cabeza y, entonces, sus dudas desaparecieron. La tensión del gatillo se disipó.
Tras el fogonazo su hermano cayó inerte contra el suelo, y Laura de rodillas frente a él, sin fuerzas.
La pena y la rabia eran demasiado pesadas como para poder dejar vivir al asesino de su hijo.
Volvió a preparar el martillo del arma y colocó el cañón bajo su propio mentón.
Sin embargo, también eran igual de pesadas como para poder vivir sin su hijo y con la sangre de su hermano en sus manos.