Cadáveres y mentiras son el pan de cada día para cualquier criminólogo, pero la melancólica muerte de Adelaida Amadís todavía deambula entre mis pensamientos y con el tiempo me doy cuenta de que los vestigios de aquel curioso caso nunca me abandonarán del todo.
Adelaida era una mujer noble y gentil que no dejó de trabajar un día en su vida. A pesar de que el camino que le tocó recorrer fue cruel y turbulento, siempre lo afrontó con sinceridad y empatía, nada menos que su mejor esfuerzo. Siempre junto a ella, Boris Vasílev, un vil anciano que en el transcurso de su cómoda vida se dedicó a despilfarrar la fortuna que heredó de su opulento linaje hasta llegar a la quiebra.
Adelaida se encargaba de cuidar a Boris en el centro jeriátrico público, la única cuidadora capaz de soportar la constante hostilidad de este anciano mezquino y maltratador. Con el tiempo desarrollaron su propia dinámica conflictiva, aunque relativamente funcional. Sus rencillas y discusiones eran constantes y solo se detenían una vez a la semana cuando ambos se sentaban con ansias ante la televisión de la residencia para ver los resultados de la lotería, cada uno con su billete en mano.
Una noche, Boris se quedó dormido en su silla de ruedas durante la emisión y Adelaida notó que el viejo tenía entre sus dedos el billete ganador. Como quitarle un caramelo a un bebé, la cuidadora solo tuvo que deslizar el billete de las manos de Boris hasta las suyas e intercambiarlo. Fue un crimen perfecto o una oportunidad del cielo. En cualquier caso no hubo testigos ni sospechas y, a la mañana siguiente, Boris no despertó. Nunca volvió a despertar y el personal del ancianato no pudo evitar alegrarse por Adelaida; como si aquella noche hubiese sido una señal de que a veces la vida recompensa a quienes se lo merecen.
Adelaida se hizo muy rica, pero nunca vivió como tal. Gran parte de su fortuna fue donada a causas filantrópicas y tuvo un éxito moderado en el negocio de los restaurantes. Sin embargo, el fantasma de Boris nunca la abandonó y finalmente confesó haber intercambiado el billete de lotería en la carta que dejó antes de suicidarse en su modesto domicilio privado. La culpa le arrebató la paz, por más que intentase compensar su decisión cuestionable con altruismo, activismo y fe, su conciencia intranquila la llevó a quitarse la vida. Boris murió plácidamente mientras dormía y Adelaida murió atormentada con sus venas abiertas.
Los escritores aman conceptos descabellados como la simetría dramática y la justicia poética. Lo cierto es que nada suele tener mucho sentido, más allá del sentido que le demos nosotros mismos. Estamos regidos por la entropía más de lo que nos gustaría admitir. Prueba de ello está en que la única confesión que he presenciado a lo largo de mis años en este macabro oficio fue por un crimen que a lo mejor merecía ser cometido.