Mala espina
Francisco José Otero Moreno | Prigman

La raspa activó el mecanismo que recuperó las piezas amontonadas en algún rincón. A Marina le recorrió el cuerpo un escalofrío que se metamorfoseó en náusea al llegar a la boca.
Horas después, mientras intentaba arrancarse con jabón el mal olor que la había colonizado, lo achacó a la peste del vertedero, al tufo producto de la descomposición, de la vida hecha muerte para hacerse vida. Pero si hubiera escarbado un poco más habría descubierto el vértigo que provoca la casualidad cuando sustituye a la causalidad.
¿A qué otra cosa sino a la casualidad podía achacarse el hecho de que Norberto se hubiese roto el tobillo jugando al pádel y que Andrés, que tenía que sustituirlo, estuviera de luna de miel con su segunda (¿o era la tercera?) mujer?
La desaparición de aquella otra mujer, Olivia se llamaba, no tenía muy buena pinta. Un trabajador del RSU era vecino suyo, y del marido, claro, y creía haber visto su coche, un Megane azul con una pegatina en la que se leía “Bebé a bordo”, el martes por la noche cerca del vertedero.
Una brigada de búsqueda, entre la que se encontraba Marina, mal equipada con su uniforme de la Policía, tomó la montaña de basura, armada con mucha desgana y pocas esperanzas. Mientras pisaba el inestable terreno hecho de desechos, la peste trepaba hasta colarse por su mascarilla, un adorno más bien, como tantos otros, y Marina se cagaba en la madre que parió a Norberto y su tobillo; en Andrés y su incontinencia conyugal. ¿Qué hago aquí?, ¿qué hago aquí?, rebotaba la pregunta contra el interior de su cráneo, como una pelota de ping, de ping, de ping pong.
Tropezó y apartó pelotas y latas, botes y un cepillo de dientes. Las fauces de uno de aquellos insectos de metal que mordían la montaña se detuvo y el tiempo se paró. El hedor transmitió la noticia antes de que lo fuera, antes de que ese fragmento del pasado se expusiera a la meditación pública y apresurada.
Marina tampoco tuvo tiempo de pensarlo. Cuando llegó, el forense, recogía un antebrazo y su mano y sus uñas pintadas de rojo. El tipo calvo y mal afeitado le dio la vuelta con cuidado para introducirlo en una bolsa y la raspa, que milagrosamente ocupaba el espacio entre el corazón y el índice, activó el mecanismo que recuperó las piezas amontonadas en un rincón desde hacía tres meses.
En aquella esquina descansaba una raspa idéntica, un pendiente similar a los esqueletos de sardina de los dibujos animados de su infancia. Estaba en la oreja de una compañera de trabajo de Tana, una tal Lara, que declaró que estaba preocupada por ella porque últimamente no se llevaba bien con Humberto, su marido. Tana no aparecía y, efectivamente, la relación de ambos no pasaba por su mejor momento.
Apenas unos momentos fue lo que necesitaron los interrogadores para que Tana se derrumbara y confesara: se acostaba con mi marido, ¿qué otra cosa podía hacer, agentes?