El mar, al caer la noche, brillaba con una luz extraña. La bruma y el olor del puerto parecían presagiar algo terrible. De pronto, alguien grita y señala un punto que flota a lo lejos.
Media hora después el potente haz de luz de la patrullera se posa en el agua sobre un cuerpo que oscila con la serenidad de los muertos. El hombre permanece mirando hacia el fondo; los brazos extendidos, el cuello flexionado casi a punto de sumergirse. Unas manos hábiles desplazan el bichero sobre la piel del mar espantando una nube de peces que bullen en torno al festín. Dos guardias lo suben a bordo y lo posan con cuidado sobre cubierta. Ambos se miran horrorizados.
-¿Lo conoce?
-Quizá. Ese tatuaje del cuello me resulta familiar.
-¡No toquen nada! Que alguien anote la hora.
Veinte años de profesión y nunca había visto nada igual. Los párpados habían sido seccionados mediante cortes precisos alrededor de los ojos. Antes de morir, aquel hombre tuvo que ver cosas terribles. Cualquier daño es mayor si se observa. Había una cuenta que ajustar, de eso no cabía ninguna duda.
El comisario imaginó la preparación del ritual. Las marcas en la frente y las mejillas indicaban una sujeción violenta. Los bordes perfectamente recortados sobre la piel revelaban la mano de un profesional. Después debió producirse un trance espantoso que el infortunado hubo de presenciar de forma inescapable. Las manchas de sangre sobre el pecho sugerían que lo habían forzado a permanecer sentado tras retirarle los párpados. No encontraron más signos de violencia.
-No murió ahogado; sufrió un infarto y luego lo echaron al agua. Fíjate –indicó el forense sopesando un corte pálido del miocardio.
-Tenía restos de cocaína y anfetaminas. Altas dosis. Uno necesita mucha ayuda para morir a los treinta años.
El comisario se inclina y aguza la vista. Los brazos mostraban discretas erosiones de una cincha robusta a la que el hombre habría opuesto resistencia hasta el final.
-¿Y lo de los ojos?
-Una blefaroplastia llevada demasiado lejos –contesta el forense con sarcasmo.
-Lo que hay que ver.
-¡Exacto!
-¿Qué cree que pudo causarle el infarto?
-Presenciar algo horrible. Algo como para que se te aprieten las coronarias como los puños de un boxeador. Quizá le mataron a la familia allí mismo. O le obligaron a ver completa la sesión del Congreso de ayer.
A la mañana siguiente, el comisario se dirige a su despacho. Sobre la mesa, la identificación del hombre confirma algo previsible; mala vida. Un ajuste de cuentas consiste en un castigo en respuesta a otro anterior. Coge el teléfono, pero se detiene. En la puerta, un viejo conocido espera con la mirada perdida. El mismo tatuaje en el cuello. El hermano mayor del difunto. Dos condenas largas y tantos tatuajes como enemigos.
-Me ahorraste la llamada.
El hombre aprieta los labios, arrastra los pies y posa sobre la mesa un CD-ROM en un sobre transparente que alguien ha dejado en su buzón.
-Siéntate.